El examen # 2 está diseñado para ayudarlos a preparar sus presentaciones. Va a estar dividido en dos partes.
La primera parte tendrá lugar durante la clase del Martes 13 de abril. Para esa clase, cada alumno deberá presentar un prospecto del tema de la presentación final que ha elegido. La presentación durará unos 5 a 7 minutos, y luego el resto de la clase, y también el instructor, hará preguntas al alumno expositor. El prospecto tendrá aproximadamente una página (times new roman, 12, doble espacio). El prospecto será una síntesis del tema que van a exponer durante la presentación final, acompañado de una bibliografía (al menos deberán consultar 2 autores (libros, películas, o artículos).
Cada alumno deberá entregar al instructor una copia en papel del prospecto.
El alumno que no presente su prospecto el martes 13, no podrá tomar la segunda parte del examen el día jueves 15 de abril.
Finalmente, el día 15 de abril, el instructor propondrá una pregunta para cada alumno (a partir de los prospectos individuales) para que el alumno desarrolle y responda en forma escrita.
El examen será a libro abierto.
Estaré en mi oficina el lunes a partir de las 2:30 PM y hasta las 4, por si quieren verme.
The second exam has been designed following a format that will help the students to prepare their final presentations. The exam will be divided into two parts.
The first part will take place Tuesday, April 13. During this class, every student will present a prospect of his-her final presentation: theme, title, main ideas, etc. Each presentation should last around 5 to 7 minutes. After each presentation, the rest of the class (an also the instructor) will ask questions to the student who just presented.
The prospect must have approximately 1 page (times new roman, 12, double spaced). The prospect should include a tentative bibliography (at least, it must include 2 authors: movies, books or articles). Every student will turn in a print out of the prospect.
Every student must attend the class on Tuesday AND present the print out of the prospect in order to take the written part (second part) of the exam.
Finally, the second part (the written part) of the exam will take place on Thursday, April 15. On that day, I will propose each student a question based on the prospect they presented on Tuesday.
Friday, April 9, 2010
Wednesday, April 7, 2010
Guía de trabajo para la película "La toma" (The Take)
1. ¿Qué es una fábrica tomada?
2. Explique la diferencia entre socialismo y autogestión.
3. ¿Cuáles fueron las razones que llevaron a un descreimiento generalizado de la política tradicional, o "vieja política"?
4. Explique cómo funciona la democracia directa y el sistema de asambleas (del poder en pirámide al poder en redes).
5. ¿Qué significa la carta que recibe Naomi Klein hacia el final de la película, y que dice: "Estamos en el lugar hacia el que todo el mundo va"?
La película está en nueve partes, empezando la secuencia en este LINK
2. Explique la diferencia entre socialismo y autogestión.
3. ¿Cuáles fueron las razones que llevaron a un descreimiento generalizado de la política tradicional, o "vieja política"?
4. Explique cómo funciona la democracia directa y el sistema de asambleas (del poder en pirámide al poder en redes).
5. ¿Qué significa la carta que recibe Naomi Klein hacia el final de la película, y que dice: "Estamos en el lugar hacia el que todo el mundo va"?
La película está en nueve partes, empezando la secuencia en este LINK
Saturday, April 3, 2010
Argentina 2001.
Esta semana vamos a estudiar el caso de la Argentina de los años 1990 como el tubo de ensayo de la globalización.
Les pido que vean, para comenzar, el video en youtube titulado “Saqueos y cacerolazos, diciembre 2001”. Es un video muy corto, de sólo 10 minutos, que les va a dar una idea de la crisis terminal vivida en aquel momento.
Encontrarán el video en el siguiente LINK
Luego de este video, leeremos el artículo de Jim Saxton, titulado “La crisis económica argentina: Causas y Remedios”. Es un análisis en tres partes de la crisis argentina, hecho desde una perspectiva liberal. Se trata de un artículo muy corto, no creo que llegue a las cinco o seis páginas. Encontrarán el artículo en este LINK
Finalmente, la parte central de la clase la quiero dedicar al film documental de Pino Solanas, titulado “Memoria del saqueo” en español (LINK acá). La versión subtitulada en inglés se llama “Argentina´s Economic Collapse” (LINK acá).
A partir de esta película, y contrastándola con el artículo de Saxton, hablaremos de los siguientes temas:
1. La diferencia entre “deuda pública” y “deuda privada”. El papel de Domingo Cavallo en la estatización de la deuda privada.
2. La imposición del liberalismo por la vía democrática: el modelo de las privatizaciones y los despidos masivos.
3. Los planes de ajuste impuestos por mandato del Fondo Monetario Internacional: Plan Austral, Plan de Convertibilidad.
4. Las privatizaciones Aerolíneas, Telefónica, Ferrocarriles, Yacimientos Petrolíferos Fiscales, Gas del Estado.
5. El rol de la “seguridad jurídica” en el marco legal de las privatizaciones
6. El vaciamiento del concepto de “Democracia” (“mafiocracia”).
7. El genocidio social: Planes de ajuste y desnutrición.
Les pido que vean, para comenzar, el video en youtube titulado “Saqueos y cacerolazos, diciembre 2001”. Es un video muy corto, de sólo 10 minutos, que les va a dar una idea de la crisis terminal vivida en aquel momento.
Encontrarán el video en el siguiente LINK
Luego de este video, leeremos el artículo de Jim Saxton, titulado “La crisis económica argentina: Causas y Remedios”. Es un análisis en tres partes de la crisis argentina, hecho desde una perspectiva liberal. Se trata de un artículo muy corto, no creo que llegue a las cinco o seis páginas. Encontrarán el artículo en este LINK
Finalmente, la parte central de la clase la quiero dedicar al film documental de Pino Solanas, titulado “Memoria del saqueo” en español (LINK acá). La versión subtitulada en inglés se llama “Argentina´s Economic Collapse” (LINK acá).
A partir de esta película, y contrastándola con el artículo de Saxton, hablaremos de los siguientes temas:
1. La diferencia entre “deuda pública” y “deuda privada”. El papel de Domingo Cavallo en la estatización de la deuda privada.
2. La imposición del liberalismo por la vía democrática: el modelo de las privatizaciones y los despidos masivos.
3. Los planes de ajuste impuestos por mandato del Fondo Monetario Internacional: Plan Austral, Plan de Convertibilidad.
4. Las privatizaciones Aerolíneas, Telefónica, Ferrocarriles, Yacimientos Petrolíferos Fiscales, Gas del Estado.
5. El rol de la “seguridad jurídica” en el marco legal de las privatizaciones
6. El vaciamiento del concepto de “Democracia” (“mafiocracia”).
7. El genocidio social: Planes de ajuste y desnutrición.
Tuesday, March 30, 2010
Reinaldo Arenas.
Arenas nació en el campo, en Aguas Claras (en la parte norte de la provincia de Oriente, Cuba), y más tarde su familia se mudó a Holguín. Su adolescencia campesina y precoz se vio marcada por el manifiesto enfrentamiento contra la dictadura de Batista. Colaboró con la revolución cubana, hasta que, debido a la exclusión a que fue sometido, optó por la disidencia. Su presencia pública e intelectual le granjeó marcadas antipatías en las más altas instancias del Estado, lo cual, unido a su homosexualidad, provocó una implacable y manifiesta persecución en su contra.
En toda su vida, Arenas sólo pudo publicar un libro en Cuba: Celestino antes del alba.
Reinaldo Arenas sufrió persecución no solamente por su abierta tendencia homosexual, sino por su resuelta oposición al régimen, que le cerró cualquier posibilidad de desarrollo como escritor e intelectual durante los años de mayor ostracismo cultural en la isla.[1] [2] [3]
Contemporáneo y amigo de José Lezama Lima y Virgilio Piñera, fue encarcelado y torturado, llegando a admitir lo inconfesable y a renegar de sí mismo. Ello provocó, en la sensible personalidad del escritor, un arrepentimiento que fue más allá de los muros de la prisión de El Morro (entre 1974 y 1976), calando tan hondo en su corazón que acabó por odiar todo cuanto le rodeaba. En esta época escribió su autobiografía, titulada Antes que anochezca.
Durante los años setenta, intentó en varias ocasiones escapar de la opresión política, pero falló. Finalmente en 1980 salió del país cuando Fidel Castro autorizó un éxodo masivo de disidentes y otras personas consideradas indeseables por el régimen a través de Mariel (véase Éxodo del Mariel). Por la prohibición que pesaba sobre su trabajo, Arenas no tenía autorización para salir, pero logró hacerlo cambiando su nombre por Arinas.
Desplegó desde este momento, y en el exilio nunca aceptado de Nueva York, una profunda visión intelectual de la existencia enmarcada entre la expresión poética más hermosa y la más amarga derrota del desencanto.
Estableció su residencia en Nueva York, donde en 1987 le fue diagnosticado el virus del sida.
El 7 de diciembre de 1990, Arenas se suicidó. Envió a la prensa y a sus amigos una sentida carta de despedida, en la que culpaba a Fidel Castro de todos los sufrimientos que padeció en el exilio.
En 2000 se estrenó la versión cinematográfica de Antes que anochezca, película sobre su libro autobiográfico que dirigió Julian Schnabel, donde el rol principal lo interpretó Javier Bardem. Del mismo título es la ópera que le dedicara el compositor Jorge Martín, presentada en el Lincoln Center de Nueva York. Seres extravagantes es el documental biográfico que realizara Manuel Zayas, en 2004, filmado clandestinamente un año antes en Cuba.
Textos:
Fragmentos de la autobiografía "Antes que anochezca"
Poema: "The Parade Ends". Ambos aparecerán en este LINK
"La insoportable fealdad de García Márquez", aparece en este LINK
En toda su vida, Arenas sólo pudo publicar un libro en Cuba: Celestino antes del alba.
Reinaldo Arenas sufrió persecución no solamente por su abierta tendencia homosexual, sino por su resuelta oposición al régimen, que le cerró cualquier posibilidad de desarrollo como escritor e intelectual durante los años de mayor ostracismo cultural en la isla.[1] [2] [3]
Contemporáneo y amigo de José Lezama Lima y Virgilio Piñera, fue encarcelado y torturado, llegando a admitir lo inconfesable y a renegar de sí mismo. Ello provocó, en la sensible personalidad del escritor, un arrepentimiento que fue más allá de los muros de la prisión de El Morro (entre 1974 y 1976), calando tan hondo en su corazón que acabó por odiar todo cuanto le rodeaba. En esta época escribió su autobiografía, titulada Antes que anochezca.
Durante los años setenta, intentó en varias ocasiones escapar de la opresión política, pero falló. Finalmente en 1980 salió del país cuando Fidel Castro autorizó un éxodo masivo de disidentes y otras personas consideradas indeseables por el régimen a través de Mariel (véase Éxodo del Mariel). Por la prohibición que pesaba sobre su trabajo, Arenas no tenía autorización para salir, pero logró hacerlo cambiando su nombre por Arinas.
Desplegó desde este momento, y en el exilio nunca aceptado de Nueva York, una profunda visión intelectual de la existencia enmarcada entre la expresión poética más hermosa y la más amarga derrota del desencanto.
Estableció su residencia en Nueva York, donde en 1987 le fue diagnosticado el virus del sida.
El 7 de diciembre de 1990, Arenas se suicidó. Envió a la prensa y a sus amigos una sentida carta de despedida, en la que culpaba a Fidel Castro de todos los sufrimientos que padeció en el exilio.
En 2000 se estrenó la versión cinematográfica de Antes que anochezca, película sobre su libro autobiográfico que dirigió Julian Schnabel, donde el rol principal lo interpretó Javier Bardem. Del mismo título es la ópera que le dedicara el compositor Jorge Martín, presentada en el Lincoln Center de Nueva York. Seres extravagantes es el documental biográfico que realizara Manuel Zayas, en 2004, filmado clandestinamente un año antes en Cuba.
Textos:
Fragmentos de la autobiografía "Antes que anochezca"
Poema: "The Parade Ends". Ambos aparecerán en este LINK
"La insoportable fealdad de García Márquez", aparece en este LINK
Sunday, March 28, 2010
Historia de la revolución cubana
Para la clase de este martes los invito a ver tres documentales acerca de la revolución comunista en Cuba.
El primero es de History Channel, está en cinco partes.
Comenzando la primera parte y la secuencia de 1 a 5 en el siguiente LINK
El segundo documental está hecho por la televisión española, es muy crítico de la revolución y de la figura de Castro. Tiene sólo dos partes. Se llama "Cincuenta años de la revolución cubana". Comienza en este LINK
El tercer documental es simplemente para percibir el grado de movilización permanente en la Cuba de Castro. También hablaremos de eso. Sólo siete minutos, siguiendo este LINK.
Y, si les gusta la música, les dejo esta canción de Silvio Rodríguez, que define bien dónde estaba Cuba en 1992. El necio
Les copio la letra de la canción "El necio" a continuación, por si les cuesta seguirla. Vamos a hablar de esta canción, también.
Para no hacer de mi ícono pedazos
para salvarme entre únicos e impares
para cederme un lugar en su parnaso
para darme un rinconcito en sus altares
Me vienen a convidar a arrepentirme
me vienen a convidar a que no pierda
me vienen a convidar a indefinirme
me vienen a convidar a tanta mierda
Yo no sé lo que es el destino
caminando fui lo que fui
allá Dios que será divino
yo me muero como viví
Yo quiero seguir jugando a lo perdido,
yo quiero ser a la zurda más que diestro,
yo quiero hacer un congreso del unido,
yo quiero rezar a fondo un "hijonuestro".
Dirán que pasó de moda la locura,
dirán que la gente es mala y no merece,
mas yo partiré soñando travesuras
(acaso multiplicar panes y peces).
Yo no sé lo que es el destino,
caminando fui lo que fui.
Allá Dios, que será divino:
Yo me muero como viví.
______________________
Dicen que me arrastrarán por sobre rocas
cuando la revolución se venga abajo
que machacarán mis manos y mi boca
que me arrancarán los ojos y el badajo
Será que la necedad parió conmigo
la necedad de lo que hoy resulta necio
la necedad de asumir al enemigo
la necedad de vivir sin tener precio
Yo no sé lo que es el destino
caminando fui lo que fui
allá Dios que será divino
yo me muero como viví.
El primero es de History Channel, está en cinco partes.
Comenzando la primera parte y la secuencia de 1 a 5 en el siguiente LINK
El segundo documental está hecho por la televisión española, es muy crítico de la revolución y de la figura de Castro. Tiene sólo dos partes. Se llama "Cincuenta años de la revolución cubana". Comienza en este LINK
El tercer documental es simplemente para percibir el grado de movilización permanente en la Cuba de Castro. También hablaremos de eso. Sólo siete minutos, siguiendo este LINK.
Y, si les gusta la música, les dejo esta canción de Silvio Rodríguez, que define bien dónde estaba Cuba en 1992. El necio
Les copio la letra de la canción "El necio" a continuación, por si les cuesta seguirla. Vamos a hablar de esta canción, también.
Para no hacer de mi ícono pedazos
para salvarme entre únicos e impares
para cederme un lugar en su parnaso
para darme un rinconcito en sus altares
Me vienen a convidar a arrepentirme
me vienen a convidar a que no pierda
me vienen a convidar a indefinirme
me vienen a convidar a tanta mierda
Yo no sé lo que es el destino
caminando fui lo que fui
allá Dios que será divino
yo me muero como viví
Yo quiero seguir jugando a lo perdido,
yo quiero ser a la zurda más que diestro,
yo quiero hacer un congreso del unido,
yo quiero rezar a fondo un "hijonuestro".
Dirán que pasó de moda la locura,
dirán que la gente es mala y no merece,
mas yo partiré soñando travesuras
(acaso multiplicar panes y peces).
Yo no sé lo que es el destino,
caminando fui lo que fui.
Allá Dios, que será divino:
Yo me muero como viví.
______________________
Dicen que me arrastrarán por sobre rocas
cuando la revolución se venga abajo
que machacarán mis manos y mi boca
que me arrancarán los ojos y el badajo
Será que la necedad parió conmigo
la necedad de lo que hoy resulta necio
la necedad de asumir al enemigo
la necedad de vivir sin tener precio
Yo no sé lo que es el destino
caminando fui lo que fui
allá Dios que será divino
yo me muero como viví.
Tuesday, March 16, 2010
Guía de lectura para el texto “Estado Fallido. Consecuencia lógica del sistema de acumulación capitalista”, de Sergio Rodríguez Lascano.
Simplemente les dejo un ejercicio general para este texto:
Relacione algunos de los puntos enumerados por el autor del artículo con las características del sistema capitalista: reorganización espacial, destrucción de los vínculos solidarios entre seres humanos, eliminación de las restricciones nacionales, reducción del papel del estado y la clase política; etc.
El texto aparece en este LINK
Relacione algunos de los puntos enumerados por el autor del artículo con las características del sistema capitalista: reorganización espacial, destrucción de los vínculos solidarios entre seres humanos, eliminación de las restricciones nacionales, reducción del papel del estado y la clase política; etc.
El texto aparece en este LINK
Guía de lectura: “La guerra del capital contra el trabajo” (Alejandra Ramírez).
Guía de lectura: “La guerra del capital contra el trabajo” (Alejandra Ramírez).
1. ¿Por qué puede decirse que el modelo de las maquiladoras es una consecuencia directa de la “deslocalización del capital”?
2. ¿Qué relación puede establecerse entre el modelo de las maquiladoras y el período del auge del neoliberalismo?
3. ¿Cuáles son las estrategias mediante las cuales las empresas aumentan la productividad de los trabajadores, y qué consecuencias tiene este aumento de productividad? (managment by stress y just in time).
4. ¿Qué es el outsourcing y cómo funciona?
5. ¿Por qué puede hablarse, en este contexto, de un proceso de debilitamiento del Estado nacional?
El texto se encuentra en este LINK
1. ¿Por qué puede decirse que el modelo de las maquiladoras es una consecuencia directa de la “deslocalización del capital”?
2. ¿Qué relación puede establecerse entre el modelo de las maquiladoras y el período del auge del neoliberalismo?
3. ¿Cuáles son las estrategias mediante las cuales las empresas aumentan la productividad de los trabajadores, y qué consecuencias tiene este aumento de productividad? (managment by stress y just in time).
4. ¿Qué es el outsourcing y cómo funciona?
5. ¿Por qué puede hablarse, en este contexto, de un proceso de debilitamiento del Estado nacional?
El texto se encuentra en este LINK
Sunday, March 14, 2010
Juan Rulfo: "Nos han dado la tierra" y "El llano en llamas"
Biografía:
Juan Rulfo nació en Jalisco (México) en 1918. Al comenzar sus estudios primarios murió su padre, y sin haber dejado la niñez, perdió también a su madre, y estuvo en un orfanato de Guadalajara.
En 1934 se radica en México, y comienza a escribir sus trabajos literarios y a colaborar en la revista "América".
En 1953 publicó "El llano en llamas" (al que pertenece el cuento "Nos han dado la tierra") y en 1955 apareció "Pedro Páramo". De esta última obra dijo Jorge Luis Borges: "Pedro Páramo es una de las mejores novelas de las literaturas de lengua hispánica, y aun de toda la literatura", y que fuera traducido a varios idiomas: alemán, sueco, inglés, francés, italiano, polaco, noruego, finlandés.
Juan Rulfo fue uno de los grandes escritores latinoamericanos del siglo XX, que pertenecieron al movimiento literario denominado "realismo mágico", y en sus obras se presenta una combinación de realidad y fantasía, cuya acción se desarrolla en escenarios americanos, y sus personajes representan y reflejan el tipismo del lugar, con sus grandes problemáticas socio-culturales entretejidas con el mundo fantástico.
Muchos de sus textos han sido base de producciones cinematográficas.
A partir de 1946 se dedicó también a la labor fotográfica, en la que realizó notables composiciones.
En 1947 se casó con Clara Aparicio, con la que tuvo cuatro hijos.
Fue un incansable viajero y participó de varios Congresos y encuentros internacionales, y obtuvo Premios como el Premio Nacional de Literatura en México en 1970 y el Premio Príncipe de Asturias en España en 1983.
Falleció en México en 1986.
De Juan Rulfo leeremos los siguientes cuentos: "Nos han dado la tierra"
Juan Rulfo nació en Jalisco (México) en 1918. Al comenzar sus estudios primarios murió su padre, y sin haber dejado la niñez, perdió también a su madre, y estuvo en un orfanato de Guadalajara.
En 1934 se radica en México, y comienza a escribir sus trabajos literarios y a colaborar en la revista "América".
En 1953 publicó "El llano en llamas" (al que pertenece el cuento "Nos han dado la tierra") y en 1955 apareció "Pedro Páramo". De esta última obra dijo Jorge Luis Borges: "Pedro Páramo es una de las mejores novelas de las literaturas de lengua hispánica, y aun de toda la literatura", y que fuera traducido a varios idiomas: alemán, sueco, inglés, francés, italiano, polaco, noruego, finlandés.
Juan Rulfo fue uno de los grandes escritores latinoamericanos del siglo XX, que pertenecieron al movimiento literario denominado "realismo mágico", y en sus obras se presenta una combinación de realidad y fantasía, cuya acción se desarrolla en escenarios americanos, y sus personajes representan y reflejan el tipismo del lugar, con sus grandes problemáticas socio-culturales entretejidas con el mundo fantástico.
Muchos de sus textos han sido base de producciones cinematográficas.
A partir de 1946 se dedicó también a la labor fotográfica, en la que realizó notables composiciones.
En 1947 se casó con Clara Aparicio, con la que tuvo cuatro hijos.
Fue un incansable viajero y participó de varios Congresos y encuentros internacionales, y obtuvo Premios como el Premio Nacional de Literatura en México en 1970 y el Premio Príncipe de Asturias en España en 1983.
Falleció en México en 1986.
De Juan Rulfo leeremos los siguientes cuentos: "Nos han dado la tierra"
Saturday, March 13, 2010
Galeano: Artemio Cruz y la segunda muerte de Emiliano Zapata.
Guía de lectura para el texto “Artemio Cruz y la segunda muerte de Emiliano Zapata”, de Eduardo Galeano.
1. ¿Cuál es la realidad económico-social en México antes de la Revolución de 1910? ¿Cómo estaba repartida la tierra? ¿Cómo vivían los trabajadores?
2. ¿En qué consiste el “Plan de Ayala” proclamado por el líder revolucionario Emiliano Zapata?
3. ¿Cuál fue el papel de los Estados Unidos durante la Revolución mexicana?
4. ¿Cómo se configura el poder democrático a partir de 1914?
5. ¿Qué características tiene el modelo democrático que se impone en México una vez derrotada la Revolución?
El Texto
Artemio Cruz y la segunda muerte de Emilio Zapata.
Exactamente un siglo después del reglamento de tierras de Artigas, Emiliano Zapata puso en práctica, en su comarca revolucionaria del sur de México, una profunda reforma agraria. Cinco años antes, el dictador Porfirio Díaz había celebrado con grandes fiestas, el primer centenario del grito de Dolores: los caballeros de levita, México oficial, olímpicamente ignoraban el México real cuya miseria alimentada sus esplendores. En la república de los parias, los ingresos de los trabajadores. En la república de los parias, los ingresos de los trabajadores no habían aumentado en un solo centavo desde el histórico levantamiento del cura Miguel Hidalgo. En 1910, poco más de ochocientos latifundistas, muchos de ellos extranjeros, poseían casi todo el territorio nacional.. eran señoritos de ciudad, que vivían en la capital o en Europa y muy de vez en cuando visitaban los cascos de los latifundios, donde dormían parapetados tras altas murallas de piedra oscura sostenidas por robustos contrafuertes.
Al otro lado de las murallas, en las cuadrillas, los peones se amontonaban en cuartuchos de adobe. Doce millones de personas dependían, en una población total de quince millones, de los salarios rurales; los jornales se pagaban casi por entero en las tiendas de raya de las haciendas, traducidos, a precios de fábula, en frijoles, harina y aguardiente. La cárcel, el cuartel y la sacristía tenían a su cargo la lucha contra los defectos naturales de los indios, quienes, al decir de un miembro de una familia ilustre de la época, nacían «flojos, borrachos y ladrones». La esclavitud, atado el obrero por deudas que se heredaban o por contrato legal, era el sistema real de trabajo en las plantaciones de henequén de Yucatán, en las vegas de tabaco del valle Nacional, en los bosques de madera y frutas de Chiapas y Tabasco y en las plantaciones de caucho, café, caña de azúcar, tabaco y frutas de Veracruz, Oaxaca y Morelos. John Kenneh Turner, escritor norteamericano, denunció en le testimonio de su visita. Que «los Estados Unidos han convertido virtualmente a Porfirio Díaz en un vasallo político y, en consecuencia, han transformado a México en una colonia esclava». Los capitales norteamericanos obtenían, directamente o indirectamente, jugosas utilidades de su asociación con la dictadura. «La norteamericanización de México, de la que tanto se jacta Wall Street – decía Turner-, se está ejecutando como si fuera una venganza».
En 1845 los Estados Unidos se habían anexado los territorios mexicanos de Texas y California, donde restablecieron la esclavitud en nombre de la civilización, y en la guerra México perdió también los actuales estados norteamericanos de Colorado, Arizona, Nuevo México, Nevada y Utah. Más de la mitad del país. El territorio usurpado equivalía a la extensión actual de Argentina. «¡Pobrecito México! –se dice desde entonces- tan lejos de Dios y tan cerca de los Estados Unidos». El resto de su territorio mutilado, sufrió después de la invasión de las inversiones norteamericanas en el cobre, en el petróleo, en el caucho, en el azúcar, en la banca y en los transportes. El American Cordage Trust, filial de la Standard Oil, no resultaba en absoluto ajeno al exterminio de los indios mayas y yanquis en las plantaciones del henequén de Yucatán, campos de concentración donde los hombres y los niños eran comprados y vendidos como bestias, porque esta era la empresa que adquiría más de la mitad del henequén producido y le convenía disponer de la fibra a precios baratos. Otras veces, la explotación de la mano de obra esclava era, como descubrió Turner, directa. Un administrador norteamericano le contó que pagaba los lotes de peones enganchados a cincuenta pesos por cabeza, "y los conservamos mientras duran... En menos de tres meses enterramos a más de la mitad".
En 1910 llegó la hora del desquite. México se alzó en armas contra Porfidio Díaz. Un caudillo agrarista encabezó desde entonces la insurrección en el sur: Emiliano Zapata, el más puro de los líderes de la revolución, el más leal a la causa de los pobres, el más fervoroso en su voluntad de redención social. Las últimas décadas del siglo XIX habían sido tiempos de despojo feroz para las comunidades agrarias de todo México; los pueblos y las aldeas de Morelos sufrieron la febril cacería de tierras, aguas y brazos que las plantaciones de caña de azúcar devoraban en su expansión. Las haciendas azucareras dominaban la vida del estado y su prosperidad había hecho nacer ingenios modernos, grandes destilerías y ramales ferroviarios para transportar el producto. En la comunidad de Anenecuilco, donde vivía Zapata y a la que en cuerpo y alma pertenecía, los campesinos indígenas despojados reivindicaban siete siglos de trabajo continuo sobre su suelo: estaban allí desde antes de que llegara Hernán Cortés. Los que se quejaban en voz alta marchaban a los campos de trabajos forzados en Yucatán. Como en todo el estado de Morelos, cuyas tierras buenas estaban en manos de diecisiete propietarios, los trabajadores vivían mucho peor que los caballos de polo que los latifundistas mimaban en sus establos de lujo. Una ley de 1909 determinó que nuevas tierras fueran arrebatadas a sus legítimos dueños y puso al rojo vivo las ya ardientes contradicciones sociales. Emiliano Zapata, el jinete parco en palabras, famoso porque era el mejor domador del estado y unánimemente respetado por su honestidad y coraje, se hizo guerrillero. «pegados a la cola del caballo del Jefe Zapata», los hombres del sur formaron rápidamente un ejército libertador.
Cayó Díaz, y Francisco Madero, en ancas de la revolución, llegó el gobierno. Las promesas de reforma agraria no demoraron en disolverse en una nebulosa institucionalista. El día de su matrimonio, Zapata tuvo que interrumpir las fiestas: el gobierno había enviado a las tropas del general Victoriano Huerta para aplastarlo. El héroe se había convertido en «bandido», según los doctores de la ciudad. En noviembre de 1911, Zapata proclamó su Plan de Ayala, al tiempo que anunciaba: «Estoy dispuesto a luchar contra todo y contra todos». El plan advertía que «la inmensa mayoría de los pueblos y ciudadanos mexicanos no son más dueños que del terreno que pisan» y propugnaba la nacionalización total de los bienes enemigos de la revolución, la devolución a sus legítimos propietarios de las tierras usurpadas por la avalancha latifundista y la expropiación de una tercera parte de las tierras de los hacendados restantes. El plan de Ayala se convirtió en un imán irresistible que atraía a millares de campesinos a las filas del caudillo agrarista. Zapata denunciaba «la infame pretensión» de reducirlo todo a un simple cambio de personas en el gobierno: la revolución no se hacía para eso. Cerca de diez años duró la lucha. Contra Díaz, contra Madero, luego contra Huerta, el asesino, y más tarde contra Venustiano Carranza. El largo tiempo de la guerra fue también un período de intervenciones norteamericanas continuas: los marines tuvieron a su cargo dos desembarcos y varios bombardeos, los agentes diplomáticos urdieron conjuntas políticas diversas y el embajador Henry Lane Wilson organizó con éxito el crimen del presidente Madero y su vice. Los cambios sucesivos en el poder no alteraban, en todo caso, la furia de las agresiones contra Zapata y sus fuerzas, porque ellas eran la expresión no enmascarada de la lucha de clases, en lo hondo de la revolución nacional: el peligro real. Los gobiernos y los diarios bramaban contra «las hordas vandálicas» del general Morelos. Poderosos ejércitos fueron enviados, uno tras otro, contra zapata. Los incendios, las matanzas, la devastación de los pueblos, resultaron, una y otra vez, inútiles. Hombres, mujeres y niños morían fusilados o ahorcados como «espías zapatistas» y a las carnicerías seguían los anuncios de victoria: la limpieza ha sido un éxito. Pero al poco tiempo volvían a encenderse las hogueras en los trashumantes campamentos revolucionarios de las montañas del sur. En varias oportunidades, las fuerzas de Zapata contraatacaban con éxito hasta los suburbios de la capital. Después de la caída de régimen de Huerta, Emiliano Zapata y Pancho Villa, el «Atila del Sur» y el «Centauro del Norte», entraron en la ciudad de México a paso de vencedores y fugazmente compartieron el poder. A fines de 1914, se abrió un breve ciclo de paz que permitió a Zapata poner en práctica, en Morelos, una reforma agraria aún más radical que la anunciada en el Plan de Ayala. El fundador del partido Socialista y algunos militantes anarcosindicalistas influyeron mucho en este proyecto: radicalizaron la ideología del líder del movimiento, sin herir sus raíces tradicionales, y le proporcionaron una imprescindible capacidad de organización. La reforma agraria se proponía «destruir de raíz y para siempre el injusto monopolio de la tierra, para realizar un estado social que garantice plenamente el derecho natural que todo hombre tiene sobre la extensión de tierra necesaria a su propia subsistencia y a la de su familia». Se distribuían las tierras a las comunidades e individuos despojados a partir de la ley de desamortización de 1856, se fijaban límites máximos a los terrenos según el clima y la calidad natural, y se declaraban de propiedad nacional los predios de los enemigos de la revolución. Esta última disposición política tenía, como en la reforma agraria de Artigas, un claro sentido económico: los enemigos eran los latifundistas. Se formaron escuelas de técnicos, fábricas de herramientas y un banco de crédito rural; se nacionalizaron los ingenios y las destilerías, que se convirtieron en servicios públicos. Un sistema de democracia locales colocaba en manos del pueblo las fuentes del poder político y el sustento económico. Nacían y se difundían las escuelas zapatistas, se organizaban juntas populares para la defensa y la promoción de los principios revolucionarios, una democracia auténtica cobraba forma y fuerza. Los municipios eran unidades nucleares de gobierno y la gente elegía sus autoridades, sus tribunales y su policía. Los jefes militares debían someterse a la voluntad de los burócratas y los generales la que imponía los sistemas de producción y de vida. La revolución se enlazaba con la tradición y operaba «de conformidad con la costumbre y usos de cada pueblo..., es decir, que si determinado pueblo pretende el sistema comunal así se llevará a cabo, y si otro pueblo desea el fraccionamiento de la tierra para reconocer su pequeña propiedad, así se hará.»
En la primavera de 1915, ya todos los campos de Morelos estaban bajo cultivo, principalmente con maíz y otros alimentos. La ciudad de México padecía, mientras tanto, por falta de alimentos, la inminente amenaza del hambre. Venustiano Carranza había conquistado la presidencia y dictó, as u vez, una reforma agraria, pero sus jefes no demoraron en apoderarse de sus beneficios: en 1916 se abalanzaron, con buenos dientes, sobre Cuernavaca, capital de Morelos, y las demás comarcas zapatistas. Los cultivos, que habían vuelto a dar frutos, los minerales, las pieles y algunas maquinarias, resultaron un botín excelente para los oficiales que avanzaban quemando todo a su paso y proclamando, a la vez, «una obra de reconstrucción y progreso». En 1919 una estratagema y una traición terminaron con la vida de Emiliano Zapata. Mil hombres emboscados descargaron los fusiles sobre su cuerpo. Murió a la misma edad que el Che Guevara. Lo sobrevivió la leyenda: el caballo alazán que galopaba solo, hacia el sur, por las montañas. Pero no solo la leyenda. Todo Morelos se dispuso a «consumar la obra del reformador, vengar la sangre del mártir y seguir el ejemplo del héroe», y el país entero le prestó eco. Pasó el tiempo, y con la presidencia de Lázaro Cárdenas (1934 –1940) las tradiciones zapatistas recobraban vida y vigor a través de la puesta en práctica, por todo México, de la reforma agraria. Se expropiaron, sobre todo bajo su período de gobierno, 67 millones de hectáreas en poder de empresas extranjeras o nacionales y los campesinos recibieron, además de la tierra, créditos, educación y medios de organización para el trabajo. La economía y la población del país habían comenzado su acelerado ascenso; se multiplicó la producción agrícola al tiempo que el país entero se modernizaba y se industrializaba. Crecieron las ciudades y se amplió, en extensión y en profundidad, el mercado de consumo. Pero el nacionalismo mexicano no derivó al socialismo y, en consecuencia, como ha ocurrido en otros países que tampoco dieron el salto decisivo, no realizó cabalmente sus objetivos de independencia económica y justicia social. Un millón de muertos habían tributado su sangre, en los largos años de revolución y guerra, «a un zhuitzilopochtli más cruel, duro e insaciable que aquel adorado por nuestros antepasados: el desarrollo capitalista de México, en las condiciones impuestas por la subordinación al imperialismo». Diversos estudiosos han investigado los signos del deterioro de las viejas banderas. Edmundo Flores afirma, en una publicación reciente, que, «actualmente, el 60 por 100 de la población total de México tiene un ingreso menor de 120 dólares al año y pasa hambre». Ocho millones de mexicanos no consumen prácticamente otra cosa que frijoles, tortillas de maíz y chile picante. El sistema no revela sus hondas contradictorias solamente cuando caen quinientos estudiantes muertos en la matanza de Tlatelolco. Recogiendo cifras oficiales, Alonso Aguilar llega a la conclusión de que hay en México unos dos millones de campesinos sin tierra, tres millones de niños que no reciben educación, cerca de once millones de campesinos sin tierra, once millones de analfabetos y cinco millones de personas descalzas. La propiedad colectiva de los ejidatarios pulveriza continuamente, y junto con la multiplicación de los minifundios, que se fragmentan a sí mismos, ha hecho su aparición un latifundismo de nuevo cuño y una nueva burguesía agraria dedicada a la agricultura comercial en gran escala. Los terratenientes e intermediarios nacionales que han conquistado una posición dominante trampeando el texto y el espíritu de las leyes son, a su vez, dominados, y en un libro reciente se los considera incluidos en los términos «and company» de la empresa Anderson Clayton. En el mismo libro, el hijo de Lázaro Cárdenas dice que «los latifundios simulados se han constituido, preferentemente, en las tierras de mejor calidad, en las más productivas». El novelista Carlos Fuentes ha reconstruido, a partir de la agonía, la vida de un capitán del ejército de Carranza que se va abriendo paso, a tiros y a fuerza de astucia, en la guerra en la paz. Hombre de muy humilde origen, Artemio Cruz va dejando atrás, con le paso de los años, el idealismo y el heroísmo de la juventud: usurpa tierras, funda y multiplica empresas, se hace diputado y trepa, en rutilante carrera, hacia las cumbres sociales, acumulando fortuna, poder y prestigio en base a los negocios, los sobornos, la especulación, los grandes golpes de audacia y la represión a sangre y fuego de la indiada. El proceso del personaje se parece al proceso del partido que, poderosa impotencia de la revolución mexicana, virtualmente monopoliza la vida política del país en nuestros días. Ambos han caído hacia arriba.
1. ¿Cuál es la realidad económico-social en México antes de la Revolución de 1910? ¿Cómo estaba repartida la tierra? ¿Cómo vivían los trabajadores?
2. ¿En qué consiste el “Plan de Ayala” proclamado por el líder revolucionario Emiliano Zapata?
3. ¿Cuál fue el papel de los Estados Unidos durante la Revolución mexicana?
4. ¿Cómo se configura el poder democrático a partir de 1914?
5. ¿Qué características tiene el modelo democrático que se impone en México una vez derrotada la Revolución?
El Texto
Artemio Cruz y la segunda muerte de Emilio Zapata.
Exactamente un siglo después del reglamento de tierras de Artigas, Emiliano Zapata puso en práctica, en su comarca revolucionaria del sur de México, una profunda reforma agraria. Cinco años antes, el dictador Porfirio Díaz había celebrado con grandes fiestas, el primer centenario del grito de Dolores: los caballeros de levita, México oficial, olímpicamente ignoraban el México real cuya miseria alimentada sus esplendores. En la república de los parias, los ingresos de los trabajadores. En la república de los parias, los ingresos de los trabajadores no habían aumentado en un solo centavo desde el histórico levantamiento del cura Miguel Hidalgo. En 1910, poco más de ochocientos latifundistas, muchos de ellos extranjeros, poseían casi todo el territorio nacional.. eran señoritos de ciudad, que vivían en la capital o en Europa y muy de vez en cuando visitaban los cascos de los latifundios, donde dormían parapetados tras altas murallas de piedra oscura sostenidas por robustos contrafuertes.
Al otro lado de las murallas, en las cuadrillas, los peones se amontonaban en cuartuchos de adobe. Doce millones de personas dependían, en una población total de quince millones, de los salarios rurales; los jornales se pagaban casi por entero en las tiendas de raya de las haciendas, traducidos, a precios de fábula, en frijoles, harina y aguardiente. La cárcel, el cuartel y la sacristía tenían a su cargo la lucha contra los defectos naturales de los indios, quienes, al decir de un miembro de una familia ilustre de la época, nacían «flojos, borrachos y ladrones». La esclavitud, atado el obrero por deudas que se heredaban o por contrato legal, era el sistema real de trabajo en las plantaciones de henequén de Yucatán, en las vegas de tabaco del valle Nacional, en los bosques de madera y frutas de Chiapas y Tabasco y en las plantaciones de caucho, café, caña de azúcar, tabaco y frutas de Veracruz, Oaxaca y Morelos. John Kenneh Turner, escritor norteamericano, denunció en le testimonio de su visita. Que «los Estados Unidos han convertido virtualmente a Porfirio Díaz en un vasallo político y, en consecuencia, han transformado a México en una colonia esclava». Los capitales norteamericanos obtenían, directamente o indirectamente, jugosas utilidades de su asociación con la dictadura. «La norteamericanización de México, de la que tanto se jacta Wall Street – decía Turner-, se está ejecutando como si fuera una venganza».
En 1845 los Estados Unidos se habían anexado los territorios mexicanos de Texas y California, donde restablecieron la esclavitud en nombre de la civilización, y en la guerra México perdió también los actuales estados norteamericanos de Colorado, Arizona, Nuevo México, Nevada y Utah. Más de la mitad del país. El territorio usurpado equivalía a la extensión actual de Argentina. «¡Pobrecito México! –se dice desde entonces- tan lejos de Dios y tan cerca de los Estados Unidos». El resto de su territorio mutilado, sufrió después de la invasión de las inversiones norteamericanas en el cobre, en el petróleo, en el caucho, en el azúcar, en la banca y en los transportes. El American Cordage Trust, filial de la Standard Oil, no resultaba en absoluto ajeno al exterminio de los indios mayas y yanquis en las plantaciones del henequén de Yucatán, campos de concentración donde los hombres y los niños eran comprados y vendidos como bestias, porque esta era la empresa que adquiría más de la mitad del henequén producido y le convenía disponer de la fibra a precios baratos. Otras veces, la explotación de la mano de obra esclava era, como descubrió Turner, directa. Un administrador norteamericano le contó que pagaba los lotes de peones enganchados a cincuenta pesos por cabeza, "y los conservamos mientras duran... En menos de tres meses enterramos a más de la mitad".
En 1910 llegó la hora del desquite. México se alzó en armas contra Porfidio Díaz. Un caudillo agrarista encabezó desde entonces la insurrección en el sur: Emiliano Zapata, el más puro de los líderes de la revolución, el más leal a la causa de los pobres, el más fervoroso en su voluntad de redención social. Las últimas décadas del siglo XIX habían sido tiempos de despojo feroz para las comunidades agrarias de todo México; los pueblos y las aldeas de Morelos sufrieron la febril cacería de tierras, aguas y brazos que las plantaciones de caña de azúcar devoraban en su expansión. Las haciendas azucareras dominaban la vida del estado y su prosperidad había hecho nacer ingenios modernos, grandes destilerías y ramales ferroviarios para transportar el producto. En la comunidad de Anenecuilco, donde vivía Zapata y a la que en cuerpo y alma pertenecía, los campesinos indígenas despojados reivindicaban siete siglos de trabajo continuo sobre su suelo: estaban allí desde antes de que llegara Hernán Cortés. Los que se quejaban en voz alta marchaban a los campos de trabajos forzados en Yucatán. Como en todo el estado de Morelos, cuyas tierras buenas estaban en manos de diecisiete propietarios, los trabajadores vivían mucho peor que los caballos de polo que los latifundistas mimaban en sus establos de lujo. Una ley de 1909 determinó que nuevas tierras fueran arrebatadas a sus legítimos dueños y puso al rojo vivo las ya ardientes contradicciones sociales. Emiliano Zapata, el jinete parco en palabras, famoso porque era el mejor domador del estado y unánimemente respetado por su honestidad y coraje, se hizo guerrillero. «pegados a la cola del caballo del Jefe Zapata», los hombres del sur formaron rápidamente un ejército libertador.
Cayó Díaz, y Francisco Madero, en ancas de la revolución, llegó el gobierno. Las promesas de reforma agraria no demoraron en disolverse en una nebulosa institucionalista. El día de su matrimonio, Zapata tuvo que interrumpir las fiestas: el gobierno había enviado a las tropas del general Victoriano Huerta para aplastarlo. El héroe se había convertido en «bandido», según los doctores de la ciudad. En noviembre de 1911, Zapata proclamó su Plan de Ayala, al tiempo que anunciaba: «Estoy dispuesto a luchar contra todo y contra todos». El plan advertía que «la inmensa mayoría de los pueblos y ciudadanos mexicanos no son más dueños que del terreno que pisan» y propugnaba la nacionalización total de los bienes enemigos de la revolución, la devolución a sus legítimos propietarios de las tierras usurpadas por la avalancha latifundista y la expropiación de una tercera parte de las tierras de los hacendados restantes. El plan de Ayala se convirtió en un imán irresistible que atraía a millares de campesinos a las filas del caudillo agrarista. Zapata denunciaba «la infame pretensión» de reducirlo todo a un simple cambio de personas en el gobierno: la revolución no se hacía para eso. Cerca de diez años duró la lucha. Contra Díaz, contra Madero, luego contra Huerta, el asesino, y más tarde contra Venustiano Carranza. El largo tiempo de la guerra fue también un período de intervenciones norteamericanas continuas: los marines tuvieron a su cargo dos desembarcos y varios bombardeos, los agentes diplomáticos urdieron conjuntas políticas diversas y el embajador Henry Lane Wilson organizó con éxito el crimen del presidente Madero y su vice. Los cambios sucesivos en el poder no alteraban, en todo caso, la furia de las agresiones contra Zapata y sus fuerzas, porque ellas eran la expresión no enmascarada de la lucha de clases, en lo hondo de la revolución nacional: el peligro real. Los gobiernos y los diarios bramaban contra «las hordas vandálicas» del general Morelos. Poderosos ejércitos fueron enviados, uno tras otro, contra zapata. Los incendios, las matanzas, la devastación de los pueblos, resultaron, una y otra vez, inútiles. Hombres, mujeres y niños morían fusilados o ahorcados como «espías zapatistas» y a las carnicerías seguían los anuncios de victoria: la limpieza ha sido un éxito. Pero al poco tiempo volvían a encenderse las hogueras en los trashumantes campamentos revolucionarios de las montañas del sur. En varias oportunidades, las fuerzas de Zapata contraatacaban con éxito hasta los suburbios de la capital. Después de la caída de régimen de Huerta, Emiliano Zapata y Pancho Villa, el «Atila del Sur» y el «Centauro del Norte», entraron en la ciudad de México a paso de vencedores y fugazmente compartieron el poder. A fines de 1914, se abrió un breve ciclo de paz que permitió a Zapata poner en práctica, en Morelos, una reforma agraria aún más radical que la anunciada en el Plan de Ayala. El fundador del partido Socialista y algunos militantes anarcosindicalistas influyeron mucho en este proyecto: radicalizaron la ideología del líder del movimiento, sin herir sus raíces tradicionales, y le proporcionaron una imprescindible capacidad de organización. La reforma agraria se proponía «destruir de raíz y para siempre el injusto monopolio de la tierra, para realizar un estado social que garantice plenamente el derecho natural que todo hombre tiene sobre la extensión de tierra necesaria a su propia subsistencia y a la de su familia». Se distribuían las tierras a las comunidades e individuos despojados a partir de la ley de desamortización de 1856, se fijaban límites máximos a los terrenos según el clima y la calidad natural, y se declaraban de propiedad nacional los predios de los enemigos de la revolución. Esta última disposición política tenía, como en la reforma agraria de Artigas, un claro sentido económico: los enemigos eran los latifundistas. Se formaron escuelas de técnicos, fábricas de herramientas y un banco de crédito rural; se nacionalizaron los ingenios y las destilerías, que se convirtieron en servicios públicos. Un sistema de democracia locales colocaba en manos del pueblo las fuentes del poder político y el sustento económico. Nacían y se difundían las escuelas zapatistas, se organizaban juntas populares para la defensa y la promoción de los principios revolucionarios, una democracia auténtica cobraba forma y fuerza. Los municipios eran unidades nucleares de gobierno y la gente elegía sus autoridades, sus tribunales y su policía. Los jefes militares debían someterse a la voluntad de los burócratas y los generales la que imponía los sistemas de producción y de vida. La revolución se enlazaba con la tradición y operaba «de conformidad con la costumbre y usos de cada pueblo..., es decir, que si determinado pueblo pretende el sistema comunal así se llevará a cabo, y si otro pueblo desea el fraccionamiento de la tierra para reconocer su pequeña propiedad, así se hará.»
En la primavera de 1915, ya todos los campos de Morelos estaban bajo cultivo, principalmente con maíz y otros alimentos. La ciudad de México padecía, mientras tanto, por falta de alimentos, la inminente amenaza del hambre. Venustiano Carranza había conquistado la presidencia y dictó, as u vez, una reforma agraria, pero sus jefes no demoraron en apoderarse de sus beneficios: en 1916 se abalanzaron, con buenos dientes, sobre Cuernavaca, capital de Morelos, y las demás comarcas zapatistas. Los cultivos, que habían vuelto a dar frutos, los minerales, las pieles y algunas maquinarias, resultaron un botín excelente para los oficiales que avanzaban quemando todo a su paso y proclamando, a la vez, «una obra de reconstrucción y progreso». En 1919 una estratagema y una traición terminaron con la vida de Emiliano Zapata. Mil hombres emboscados descargaron los fusiles sobre su cuerpo. Murió a la misma edad que el Che Guevara. Lo sobrevivió la leyenda: el caballo alazán que galopaba solo, hacia el sur, por las montañas. Pero no solo la leyenda. Todo Morelos se dispuso a «consumar la obra del reformador, vengar la sangre del mártir y seguir el ejemplo del héroe», y el país entero le prestó eco. Pasó el tiempo, y con la presidencia de Lázaro Cárdenas (1934 –1940) las tradiciones zapatistas recobraban vida y vigor a través de la puesta en práctica, por todo México, de la reforma agraria. Se expropiaron, sobre todo bajo su período de gobierno, 67 millones de hectáreas en poder de empresas extranjeras o nacionales y los campesinos recibieron, además de la tierra, créditos, educación y medios de organización para el trabajo. La economía y la población del país habían comenzado su acelerado ascenso; se multiplicó la producción agrícola al tiempo que el país entero se modernizaba y se industrializaba. Crecieron las ciudades y se amplió, en extensión y en profundidad, el mercado de consumo. Pero el nacionalismo mexicano no derivó al socialismo y, en consecuencia, como ha ocurrido en otros países que tampoco dieron el salto decisivo, no realizó cabalmente sus objetivos de independencia económica y justicia social. Un millón de muertos habían tributado su sangre, en los largos años de revolución y guerra, «a un zhuitzilopochtli más cruel, duro e insaciable que aquel adorado por nuestros antepasados: el desarrollo capitalista de México, en las condiciones impuestas por la subordinación al imperialismo». Diversos estudiosos han investigado los signos del deterioro de las viejas banderas. Edmundo Flores afirma, en una publicación reciente, que, «actualmente, el 60 por 100 de la población total de México tiene un ingreso menor de 120 dólares al año y pasa hambre». Ocho millones de mexicanos no consumen prácticamente otra cosa que frijoles, tortillas de maíz y chile picante. El sistema no revela sus hondas contradictorias solamente cuando caen quinientos estudiantes muertos en la matanza de Tlatelolco. Recogiendo cifras oficiales, Alonso Aguilar llega a la conclusión de que hay en México unos dos millones de campesinos sin tierra, tres millones de niños que no reciben educación, cerca de once millones de campesinos sin tierra, once millones de analfabetos y cinco millones de personas descalzas. La propiedad colectiva de los ejidatarios pulveriza continuamente, y junto con la multiplicación de los minifundios, que se fragmentan a sí mismos, ha hecho su aparición un latifundismo de nuevo cuño y una nueva burguesía agraria dedicada a la agricultura comercial en gran escala. Los terratenientes e intermediarios nacionales que han conquistado una posición dominante trampeando el texto y el espíritu de las leyes son, a su vez, dominados, y en un libro reciente se los considera incluidos en los términos «and company» de la empresa Anderson Clayton. En el mismo libro, el hijo de Lázaro Cárdenas dice que «los latifundios simulados se han constituido, preferentemente, en las tierras de mejor calidad, en las más productivas». El novelista Carlos Fuentes ha reconstruido, a partir de la agonía, la vida de un capitán del ejército de Carranza que se va abriendo paso, a tiros y a fuerza de astucia, en la guerra en la paz. Hombre de muy humilde origen, Artemio Cruz va dejando atrás, con le paso de los años, el idealismo y el heroísmo de la juventud: usurpa tierras, funda y multiplica empresas, se hace diputado y trepa, en rutilante carrera, hacia las cumbres sociales, acumulando fortuna, poder y prestigio en base a los negocios, los sobornos, la especulación, los grandes golpes de audacia y la represión a sangre y fuego de la indiada. El proceso del personaje se parece al proceso del partido que, poderosa impotencia de la revolución mexicana, virtualmente monopoliza la vida política del país en nuestros días. Ambos han caído hacia arriba.
Pedro Juan Gutiérrez: Trilogía sucia de La Habana
El libro de Pedro Juan Gutiérrez, titulado Trilogía sucia de La Habana intenta dejar un testimonio de la realidad social cubana durante la década inmediatamente posterior a la caída del bloque soviético.
Vamos a leer los siguientes cuentos:
1. "Cosas nuevas en mi vida",
2. "Aplastado por la mierda",
3. "Estrellas y pendejos",
4. "Dejando atrás el infierno".
Vamos a leer los siguientes cuentos:
1. "Cosas nuevas en mi vida",
2. "Aplastado por la mierda",
3. "Estrellas y pendejos",
4. "Dejando atrás el infierno".
Monday, March 8, 2010
Galeano: El lago de Maracaibo
Aunque su participación en el mercado mundial se ha reducido a la mitad en los años sesenta, Venezuela es todavía, en 1970, el mayor exportador de petróleo. De Venezuela proviene casi la mitad de las ganancias que los capitales norteamericanos sustraen a toda América Latina. Este es uno de los países más ricos del planeta y, también, uno de los más pobres y uno de los más violentos. Ostenta el ingreso, per cápita más alto de América Latina y posee la red de carreteras más completas y ultramodernas; en proporción a la cantidad de habitantes, ninguna otra nación del mundo bebe tanto whisky escocés. Las reservas de petróleo, gas, hierro que su subsuelo ofrece no la explotación inmediata podrían multiplicar por diez la riqueza de cada uno de los venezolanos; en sus vastas tierras vírgenes podría caber, entera, la población de Alemania o Inglaterra. Los taladros han extraído, en medio siglo, una renta petrolera tan fabulosa que duplica los recursos del Plan Marshall para la reconstrucción de Europa; desde que el primer pozo de petróleo reventó a torrentes, la población se ha multiplicado por tres y el presupuesto nacional por cien, pero buena parte de la población, que disputa las sobras de la minoría dominante, no se alimenta mejor que en la época en que el país dependía del cacao y del café. Caracas, la capital, creció siete veces en treinta años; la ciudad patriarcal de frescos patios, plaza mayor y catedral silenciosa se ha erizado de rascacielos en la misma medida en que han brotado las torres de petróleo en el lago de Maracaibo.
Ahora, es una pesadilla de aire acondicionado, supersónica y estrepitosa, un centro de la cultura del petróleo que prefiere el consumo a la creación y que multiplica las necesidades ratificables para ocultar las reales. Caracas ama los productos sintéticos y los alimentos enlatados; no camina nunca, sólo se moviliza en automóvil, y ha envenado con los gases de los motores el limpio aire del valle; a Caracas le cuesta dormir, porque no puede apagar la ansiedad de ganar y comprar, consumir y gastar, apoderarse de todo. En las laderas de los cerros, más de medio millón de olvidados contempla, desde sus chozas armadas de basura, el derroche ajeno, relampaguean los millares y millares de automóviles último modelo por las avenidas de la dorada capital. En vísperas de las fiestas, los barcos llegan al puerto de La Guaira atiborrados de champaña francesa, whisky de Escocia y bosques de pinos de Navidad que vienen de Canadá, mientras la mitad de los niños y los jóvenes de Venezuela quedan todavía, en 1970, según los censos, fuera de las aulas de enseñanza. Tres millones y medio de barriles de petróleo produce Venezuela cada día para poner en movimiento la maquinaria industrial del mundo capitalista, pero las diversas filiales de la Standard Oil, la Shell, la Gulf y la Texaco no explotan las cuatro quintas partes de sus concesiones, que siguen siendo reservas invictas, y más de la mitad del valor de las exportaciones no vuelve nunca al país. Los folletos de propaganda de la Cróele (Standard Oil) exaltan la filantropía de la corporación en Venezuela, en los mismos términos en que proclama virtudes, a mediados del siglo XVIII, la Real Compañía Guipuzcoana; las ganacias arrancadas a esta gran vaca lechera sólo resultan comparables, en proporción al capital invertido, con las que en el pasado obtenían los mercaderes de esclavos o los corsarios. Ningún país ha producido tanto al capitalismo mundial en tan poco tiempo. Venezuela ha drenado una riqueza que, según Rangle, excede a la que los españoles usurparon a Potosí o los ingleses a la India. La primera Convención Nacional de Economistas reveló que las ganancias reales de las empresas petroleras en Venezuela habían ascendido, en 1961, al 38 por ciento, y en 1962 al 48 por ciento, aunque las tasas de beneficio que las empresas denunciaban en sus balances eran del 15 y el 17 por ciento respectivamente. La diferencia corre por cuenta de la magia de la contabilidad y las transferencias ocultas. En la complicada relojería del negocio petrolero, por lo demás, con sus múltiples y simultáneos sistemas de preciso, resulta muy difícil estimar el volumen de las ganancias que se ocultan detrás de la baja artificial de la cotización del petróleo crudo, que desde el pozo a la bomba de gasolina circula siempre por las mismas venas, y detrás del alza artificial de los gastos de producción y muy inflados costos de propaganda. Lo cierto es que, según las cifras oficiales, en la última década Venezuela no ha registrado el ingreso de nuevas inversiones del exterior, sino, por el contrario, una sistemática desinversión. Venezuela sufre la sangría de más de setecientos millones de dólares anuales, convictos y confesos como «rentas de capital extranjero». Las únicas inversiones nuevas provienen de las utilidades que el propio país proporciona. Mientras tanto, los costos de extracción del petróleo van bajando en línea vertical, porque cada vez las empresas ocupan menos mano de obra. Sólo entre 1959 y 1962 se redujo en más de diez mil la cantidad de obreros: quedaron poco más de treinta mil en actividad y a fines de 1970 se redujo más ya que el petróleo ocupa nada más que veintitrés mil trabajadores. La producción, en cambio, ha crecido mucho en esta última década. Como consecuencia de la desocupación creciente, se agudizó la crisis de los campesinos petroleros del lago de Maracaibo. El lago, es un bloque de torres. Dentro de los armazones de hierro cruzados, el impecable cabeceo de los balancines genera, desde hace medio siglo, toda la opulencia y toda la miseria de Venezuela. Junto a los balancines arden los mechurrios, quemando impunemente el gas natural que el país se da el lujo de regalar a la atmósfera. Se encuentran balancines hasta en los fondos de las casas y en las esquinas de las calles de las ciudades que brotaron a chorros, como el petróleo, en las costas del lago: allí el petróleo tiñe de negro las calles y las ropas, los alimentos y las paredes, y hasta las profesiones del amor llevan apodos petroleros, tales como «La Tubería‖» o «La Cuatro Válvulas», «La Cabria» o «La Remolcadora». Los precios de la vestimenta y la comida son, aquí, más altos que en Caracas. Estas aldeas modernas, tristes nacimientos pero a la vez aceleradas por la alegría del dinero fácil, han descubierto ya que no tienen destino. Cuando se mueren los pozos, la supervivencia se convierte en materia de milagro: quedan los esqueletos de las casas, las aguas aceitosas de veneno matando peces y lamiendo las zonas abandonadas. La desgracia acomete también a las ciudades que viven de la explotación de los pozos en actividad, por los despidos en masa y la mecanización creciente.
«Por aquí el petróleo nos pasó por encima», decía un poblador de Lagunillas en 1966. Cabinas, que durante medio siglo fue la mayor fuente de petróleo de Venezuela, y que tanta prosperidad ha regalado a Caracas y al mundo, no tiene no siquiera cloacas. Cuenta apenas con un par de avenidas asfaltadas. La euforia se había desatado largos años atrás. Hacia 1917, el petróleo coexistía ya, en Venezuela, con los latifundios tradicionales, los inmensos campos despoblados y de tierras ociosas donde los hacendados vigilaban el rendimiento de su fuerza de trabajo azotando a los peones o enterrándolos vivos hasta la cintura. A fines de 1922, reventó el pozo de La Rosa que chorreaba cien mil barriles por día, y desató la borrasca petrolera. Brotaron los taladros y las cabrias en el lago de Maracaibo, súbitamente invadido por los aparatos extraños y los hombres con casco de corcho; los campesinos afluían y se instalaban sobre los suelos hirvientes, entre tablones y latas de aceite, para ofrecer sus brazos al petróleo. Los asientos de Oklahoma y Texas resonaban por primera vez en los llanos y en la selva, hasta en las más escondidas comarcas. Setenta y tres empresas surgieron en un santiamén. El rey del carnaval de las concesiones era el dictador Juan Vicente Gómez, un ganadero de los Andes que ocupó sus veintisiete años de gobierno (1908 – 35) haciendo hijos y negocios. Mientras los torrentes negros nacían a borbotones. Gómez extraía acciones petroleras de sus bolsillos repletos, y con ellas recompensaba a sus amigos, a sus parientes y a sus cortesanos, al médico que le custodiaba la próstata y a los generales que le custodiaban las espaldas, a los poetas que cantaban a su gloria y al arzobispo que le otorgaba permisos especiales para comer carne los viernes santos. Las grandes potencias cubrían el pecho de Gómez con lustrosas condecoraciones: era preciso alimentar a los automóviles que invadían los caminos del mundo. Los favoritos del dictador vendían las concesiones a la Shell o a la Standard Oil o a la Gulf; el tráfico de influencias y de sobornos desató la especulación y el hambre de subsuelos. Las comunidades indígenas fueron despojadas de sus tierras y muchas familias de agricultores perdieron, por las buenas o por las malas, sus propiedades. La ley petrolera de 1922 fue redactada por los representantes de tres firmas de los Estados Unidos. Los campos de petróleo estaban cercados y tenían policía propia. Se prohibía la entrada a quienes no portaran la ficha de enrolamiento de las empresas; estaba vedado hasta el tránsito por las carreteras que conducían el petróleo a los puertos. Cuando Gómez murió, en 1935, los obreros petroleros cortaron las alambradas de púas que rodeaban los campamentos y se declararon en huelga.
En 1948, con la caída del gobierno de Rómulo Gallegos, se cerró el ciclo reformista inaugurado tres años antes, y los militares victoriosos rápidamente redujeron la participación del estado sobre el petróleo extraído por las filiales del cartel. La rebaja de impuestos se tradujo, en 1954, en más de trescientos puestos se tradujo, en 1954, en más de trescientos millones de dólares de beneficios adicionales para la Standard Oil. En 1953, un hombre de negocios de los Estados Unidos había declarado en Caracas: «Aquí, usted tiene la libertad de hacer con su dinero lo que le plazca; para mí, esa libertad vale más que toda las libertades políticas y civiles juntas». Cuando el dictador Marcos de Pérez Jiménez fue derribado en 1958, cárceles y cámaras de torturas, que importaba todo desde los Estados Unidos: los automóviles y las heladeras, la leche condensada, los huevos, las lechugas, las leyes y los decretos. La mayor de las empresas de Rockefeller, la Cróele, había declarado en 1957 utilidades que llegaban casi a la mitad de sus inversiones totales. La junta revolucionaria de gobierno elevó el impuesto a la renta de las empresas mayores, de un 25 a un 45 por ciento. En represalia, el cartel dispuso la inmediata caída del precio del petróleo venezolano y fue entonces cuando comenzó a despedir en masa a los obreros. Tan abajo se vino el precio, que a pesar del aumento de los impuestos y del mayor volumen de petróleo exportado; en 1958 el Estado recaudó sesenta millones de dólares menos que en el año anterior. Los gobiernos siguientes no nacionalizaron la industria petrolera, pero tampoco han otorgado, hasta 1970, nuevas concesiones a las empresas extranjeras para la extracción de oro negro. Mientras tanto, el Cercano Oriente y Canadá: en Venezuela ha cesado virtualmente la prospección de nuevos pozos y la exportación está paralizada. La política de negar nuevas concesiones perdió sentido en la medida en que la Corporación Venezolana del petróleo, el organismo estatal, no asumió la responsabilidad vacante.
La Corporación se ha limitado, en cambio a perforar unos pocos pozos aquí y allá, confirmando que su función no es otra que la que le había adjudicado el presidente Rómulo Betancourt: «No alcanzar una dimensión de gran empresa, sino servir de intermediario para las negociaciones en la nueva fórmula de concesiones». La nueva fórmula no se puso en práctica, aunque se la anunció varias veces. Mientras tanto, el fuerte impulso industrializador había cobrado cuerpo y fuerza desde hacía dos décadas muestra ya visibles síntomas de agotamiento, y vive una impotencia muy conocida en América Latina: el mercado interno, limitado por la pobreza de las mayorías, no es capaz de sustentar el desarrollo manufacturero más allá de ciertos límites. La reforma agraria, por otra parte, inaugurada por el gobierno de Acción Democrática, se ha quedado a menos de la mitad del camino que se proponía, en las promesas de sus creadores, recorrer, Venezuela compra al extranjero, y sobre todo a Estados Unidos, buena parte de los alimentos que consume. El plato nacional, por ejemplo, que es el frijol negro, llega en grandes cantidades desde el norte, en bolsas que lucen la palabra «beans». Salvador Garmendia, el novelista que reinventó el infierno prefabricado de toda esta cultura de conquista, la cultura del petróleo, me escribía en una carta, a mediados del 69: «¿Has visto un balancín, el aparato que extrae el petróleo crudo? Tiene la forma de un gran pájaro negro cuya cabeza puntiaguda sube y baja pesadamente, día y noche, sin detenerse un segundo: es el único buitre que no come mierda. ¿Qué pasará cuando oigamos el ruido característico del sorbedor al acabarse el líquido? La obertura grotesca ya empieza a escucharse en el lago Maracaibo, donde de la noche a la mañana brotaron pueblos fabulosos con cinematógrafos, supermercados, dancings, hervideros de putas y garitos, donde el dinero no tenía valor. Hace poco hice un recorrido por ahí y sentí una garra en el estómago. El olor a muerto y a chatarra es más fuerte que el del aceite. Los pueblos están semidesiertos, carcomidos, todos ulcerados por la ruina, las calles enlodadas, las tiendas en escombros. Un antiguo buzo de las empresas se sumerge a diario, armado de una ceguera, para cortar trozos de tuberías abandonadas y venderlas como hierro viejo. La gente empieza a hablar de las compañías como quien evoca una fábula dorada. Se vive de un pasado mítico y funambulesco de fortunas derrochadas en un golpe de dados y borracheras de siete días. Entre tanto, los balancines siguen cabeceando y la lluvia de dólares cae en Miraflores, el palacio de gobierno, para transformarse en autopista y demás monstruos de cemento armado. Un setenta por ciento del país vive marginado de todo. En las ciudades prospera una atolondrada clase media con altos sueldos, que se atiborra de objetos inservibles, vive aturdida por la publicidad y profesa la imbecilidad y el mal gusto en forma estridente. Hace poco el gobierno anunció con gran estruendo que había exterminado el analfabetismo. Resultado: en la pasada fiesta electoral, el censo de inscritos arrojó un millón de analfabetos entre los dieciocho y los cincuenta años de edad».
Ahora, es una pesadilla de aire acondicionado, supersónica y estrepitosa, un centro de la cultura del petróleo que prefiere el consumo a la creación y que multiplica las necesidades ratificables para ocultar las reales. Caracas ama los productos sintéticos y los alimentos enlatados; no camina nunca, sólo se moviliza en automóvil, y ha envenado con los gases de los motores el limpio aire del valle; a Caracas le cuesta dormir, porque no puede apagar la ansiedad de ganar y comprar, consumir y gastar, apoderarse de todo. En las laderas de los cerros, más de medio millón de olvidados contempla, desde sus chozas armadas de basura, el derroche ajeno, relampaguean los millares y millares de automóviles último modelo por las avenidas de la dorada capital. En vísperas de las fiestas, los barcos llegan al puerto de La Guaira atiborrados de champaña francesa, whisky de Escocia y bosques de pinos de Navidad que vienen de Canadá, mientras la mitad de los niños y los jóvenes de Venezuela quedan todavía, en 1970, según los censos, fuera de las aulas de enseñanza. Tres millones y medio de barriles de petróleo produce Venezuela cada día para poner en movimiento la maquinaria industrial del mundo capitalista, pero las diversas filiales de la Standard Oil, la Shell, la Gulf y la Texaco no explotan las cuatro quintas partes de sus concesiones, que siguen siendo reservas invictas, y más de la mitad del valor de las exportaciones no vuelve nunca al país. Los folletos de propaganda de la Cróele (Standard Oil) exaltan la filantropía de la corporación en Venezuela, en los mismos términos en que proclama virtudes, a mediados del siglo XVIII, la Real Compañía Guipuzcoana; las ganacias arrancadas a esta gran vaca lechera sólo resultan comparables, en proporción al capital invertido, con las que en el pasado obtenían los mercaderes de esclavos o los corsarios. Ningún país ha producido tanto al capitalismo mundial en tan poco tiempo. Venezuela ha drenado una riqueza que, según Rangle, excede a la que los españoles usurparon a Potosí o los ingleses a la India. La primera Convención Nacional de Economistas reveló que las ganancias reales de las empresas petroleras en Venezuela habían ascendido, en 1961, al 38 por ciento, y en 1962 al 48 por ciento, aunque las tasas de beneficio que las empresas denunciaban en sus balances eran del 15 y el 17 por ciento respectivamente. La diferencia corre por cuenta de la magia de la contabilidad y las transferencias ocultas. En la complicada relojería del negocio petrolero, por lo demás, con sus múltiples y simultáneos sistemas de preciso, resulta muy difícil estimar el volumen de las ganancias que se ocultan detrás de la baja artificial de la cotización del petróleo crudo, que desde el pozo a la bomba de gasolina circula siempre por las mismas venas, y detrás del alza artificial de los gastos de producción y muy inflados costos de propaganda. Lo cierto es que, según las cifras oficiales, en la última década Venezuela no ha registrado el ingreso de nuevas inversiones del exterior, sino, por el contrario, una sistemática desinversión. Venezuela sufre la sangría de más de setecientos millones de dólares anuales, convictos y confesos como «rentas de capital extranjero». Las únicas inversiones nuevas provienen de las utilidades que el propio país proporciona. Mientras tanto, los costos de extracción del petróleo van bajando en línea vertical, porque cada vez las empresas ocupan menos mano de obra. Sólo entre 1959 y 1962 se redujo en más de diez mil la cantidad de obreros: quedaron poco más de treinta mil en actividad y a fines de 1970 se redujo más ya que el petróleo ocupa nada más que veintitrés mil trabajadores. La producción, en cambio, ha crecido mucho en esta última década. Como consecuencia de la desocupación creciente, se agudizó la crisis de los campesinos petroleros del lago de Maracaibo. El lago, es un bloque de torres. Dentro de los armazones de hierro cruzados, el impecable cabeceo de los balancines genera, desde hace medio siglo, toda la opulencia y toda la miseria de Venezuela. Junto a los balancines arden los mechurrios, quemando impunemente el gas natural que el país se da el lujo de regalar a la atmósfera. Se encuentran balancines hasta en los fondos de las casas y en las esquinas de las calles de las ciudades que brotaron a chorros, como el petróleo, en las costas del lago: allí el petróleo tiñe de negro las calles y las ropas, los alimentos y las paredes, y hasta las profesiones del amor llevan apodos petroleros, tales como «La Tubería‖» o «La Cuatro Válvulas», «La Cabria» o «La Remolcadora». Los precios de la vestimenta y la comida son, aquí, más altos que en Caracas. Estas aldeas modernas, tristes nacimientos pero a la vez aceleradas por la alegría del dinero fácil, han descubierto ya que no tienen destino. Cuando se mueren los pozos, la supervivencia se convierte en materia de milagro: quedan los esqueletos de las casas, las aguas aceitosas de veneno matando peces y lamiendo las zonas abandonadas. La desgracia acomete también a las ciudades que viven de la explotación de los pozos en actividad, por los despidos en masa y la mecanización creciente.
«Por aquí el petróleo nos pasó por encima», decía un poblador de Lagunillas en 1966. Cabinas, que durante medio siglo fue la mayor fuente de petróleo de Venezuela, y que tanta prosperidad ha regalado a Caracas y al mundo, no tiene no siquiera cloacas. Cuenta apenas con un par de avenidas asfaltadas. La euforia se había desatado largos años atrás. Hacia 1917, el petróleo coexistía ya, en Venezuela, con los latifundios tradicionales, los inmensos campos despoblados y de tierras ociosas donde los hacendados vigilaban el rendimiento de su fuerza de trabajo azotando a los peones o enterrándolos vivos hasta la cintura. A fines de 1922, reventó el pozo de La Rosa que chorreaba cien mil barriles por día, y desató la borrasca petrolera. Brotaron los taladros y las cabrias en el lago de Maracaibo, súbitamente invadido por los aparatos extraños y los hombres con casco de corcho; los campesinos afluían y se instalaban sobre los suelos hirvientes, entre tablones y latas de aceite, para ofrecer sus brazos al petróleo. Los asientos de Oklahoma y Texas resonaban por primera vez en los llanos y en la selva, hasta en las más escondidas comarcas. Setenta y tres empresas surgieron en un santiamén. El rey del carnaval de las concesiones era el dictador Juan Vicente Gómez, un ganadero de los Andes que ocupó sus veintisiete años de gobierno (1908 – 35) haciendo hijos y negocios. Mientras los torrentes negros nacían a borbotones. Gómez extraía acciones petroleras de sus bolsillos repletos, y con ellas recompensaba a sus amigos, a sus parientes y a sus cortesanos, al médico que le custodiaba la próstata y a los generales que le custodiaban las espaldas, a los poetas que cantaban a su gloria y al arzobispo que le otorgaba permisos especiales para comer carne los viernes santos. Las grandes potencias cubrían el pecho de Gómez con lustrosas condecoraciones: era preciso alimentar a los automóviles que invadían los caminos del mundo. Los favoritos del dictador vendían las concesiones a la Shell o a la Standard Oil o a la Gulf; el tráfico de influencias y de sobornos desató la especulación y el hambre de subsuelos. Las comunidades indígenas fueron despojadas de sus tierras y muchas familias de agricultores perdieron, por las buenas o por las malas, sus propiedades. La ley petrolera de 1922 fue redactada por los representantes de tres firmas de los Estados Unidos. Los campos de petróleo estaban cercados y tenían policía propia. Se prohibía la entrada a quienes no portaran la ficha de enrolamiento de las empresas; estaba vedado hasta el tránsito por las carreteras que conducían el petróleo a los puertos. Cuando Gómez murió, en 1935, los obreros petroleros cortaron las alambradas de púas que rodeaban los campamentos y se declararon en huelga.
En 1948, con la caída del gobierno de Rómulo Gallegos, se cerró el ciclo reformista inaugurado tres años antes, y los militares victoriosos rápidamente redujeron la participación del estado sobre el petróleo extraído por las filiales del cartel. La rebaja de impuestos se tradujo, en 1954, en más de trescientos puestos se tradujo, en 1954, en más de trescientos millones de dólares de beneficios adicionales para la Standard Oil. En 1953, un hombre de negocios de los Estados Unidos había declarado en Caracas: «Aquí, usted tiene la libertad de hacer con su dinero lo que le plazca; para mí, esa libertad vale más que toda las libertades políticas y civiles juntas». Cuando el dictador Marcos de Pérez Jiménez fue derribado en 1958, cárceles y cámaras de torturas, que importaba todo desde los Estados Unidos: los automóviles y las heladeras, la leche condensada, los huevos, las lechugas, las leyes y los decretos. La mayor de las empresas de Rockefeller, la Cróele, había declarado en 1957 utilidades que llegaban casi a la mitad de sus inversiones totales. La junta revolucionaria de gobierno elevó el impuesto a la renta de las empresas mayores, de un 25 a un 45 por ciento. En represalia, el cartel dispuso la inmediata caída del precio del petróleo venezolano y fue entonces cuando comenzó a despedir en masa a los obreros. Tan abajo se vino el precio, que a pesar del aumento de los impuestos y del mayor volumen de petróleo exportado; en 1958 el Estado recaudó sesenta millones de dólares menos que en el año anterior. Los gobiernos siguientes no nacionalizaron la industria petrolera, pero tampoco han otorgado, hasta 1970, nuevas concesiones a las empresas extranjeras para la extracción de oro negro. Mientras tanto, el Cercano Oriente y Canadá: en Venezuela ha cesado virtualmente la prospección de nuevos pozos y la exportación está paralizada. La política de negar nuevas concesiones perdió sentido en la medida en que la Corporación Venezolana del petróleo, el organismo estatal, no asumió la responsabilidad vacante.
La Corporación se ha limitado, en cambio a perforar unos pocos pozos aquí y allá, confirmando que su función no es otra que la que le había adjudicado el presidente Rómulo Betancourt: «No alcanzar una dimensión de gran empresa, sino servir de intermediario para las negociaciones en la nueva fórmula de concesiones». La nueva fórmula no se puso en práctica, aunque se la anunció varias veces. Mientras tanto, el fuerte impulso industrializador había cobrado cuerpo y fuerza desde hacía dos décadas muestra ya visibles síntomas de agotamiento, y vive una impotencia muy conocida en América Latina: el mercado interno, limitado por la pobreza de las mayorías, no es capaz de sustentar el desarrollo manufacturero más allá de ciertos límites. La reforma agraria, por otra parte, inaugurada por el gobierno de Acción Democrática, se ha quedado a menos de la mitad del camino que se proponía, en las promesas de sus creadores, recorrer, Venezuela compra al extranjero, y sobre todo a Estados Unidos, buena parte de los alimentos que consume. El plato nacional, por ejemplo, que es el frijol negro, llega en grandes cantidades desde el norte, en bolsas que lucen la palabra «beans». Salvador Garmendia, el novelista que reinventó el infierno prefabricado de toda esta cultura de conquista, la cultura del petróleo, me escribía en una carta, a mediados del 69: «¿Has visto un balancín, el aparato que extrae el petróleo crudo? Tiene la forma de un gran pájaro negro cuya cabeza puntiaguda sube y baja pesadamente, día y noche, sin detenerse un segundo: es el único buitre que no come mierda. ¿Qué pasará cuando oigamos el ruido característico del sorbedor al acabarse el líquido? La obertura grotesca ya empieza a escucharse en el lago Maracaibo, donde de la noche a la mañana brotaron pueblos fabulosos con cinematógrafos, supermercados, dancings, hervideros de putas y garitos, donde el dinero no tenía valor. Hace poco hice un recorrido por ahí y sentí una garra en el estómago. El olor a muerto y a chatarra es más fuerte que el del aceite. Los pueblos están semidesiertos, carcomidos, todos ulcerados por la ruina, las calles enlodadas, las tiendas en escombros. Un antiguo buzo de las empresas se sumerge a diario, armado de una ceguera, para cortar trozos de tuberías abandonadas y venderlas como hierro viejo. La gente empieza a hablar de las compañías como quien evoca una fábula dorada. Se vive de un pasado mítico y funambulesco de fortunas derrochadas en un golpe de dados y borracheras de siete días. Entre tanto, los balancines siguen cabeceando y la lluvia de dólares cae en Miraflores, el palacio de gobierno, para transformarse en autopista y demás monstruos de cemento armado. Un setenta por ciento del país vive marginado de todo. En las ciudades prospera una atolondrada clase media con altos sueldos, que se atiborra de objetos inservibles, vive aturdida por la publicidad y profesa la imbecilidad y el mal gusto en forma estridente. Hace poco el gobierno anunció con gran estruendo que había exterminado el analfabetismo. Resultado: en la pasada fiesta electoral, el censo de inscritos arrojó un millón de analfabetos entre los dieciocho y los cincuenta años de edad».
Saturday, March 6, 2010
Guía de lectura para "La fiesta del Monstruo" (Borges-Bioy Casares)
1. ¿Qué similitudes encuentra entre el texto de Borges y Bioy y "El matadero", de Echeverría?
2. ¿Qué se puede decir en cuanto al estilo oral en ambos textos? ¿Por qué el narrador de "La fiesta del monstruo habla de la forma que habla?
3. ¿Por qué le parece que Borges y Bioy ubican al judío como la víctima de los monstruos?
4. ¿Qué paralelismos encuentra entre el cuento de Borges-Bioy y el cuento de Cortázar?
El texto aparece en este LINK
2. ¿Qué se puede decir en cuanto al estilo oral en ambos textos? ¿Por qué el narrador de "La fiesta del monstruo habla de la forma que habla?
3. ¿Por qué le parece que Borges y Bioy ubican al judío como la víctima de los monstruos?
4. ¿Qué paralelismos encuentra entre el cuento de Borges-Bioy y el cuento de Cortázar?
El texto aparece en este LINK
Tuesday, March 2, 2010
Cortázar: "Las Puertas del cielo".
Las puertas del cielo
A las ocho vino José María con la noticia, casi sin rodeos me dijo que Celina
acababa de morir. Me acuerdo que reparé instantáneamente en la frase, Celina acabando de morirse, un poco como si ella misma hubiera decidido el momento en que eso debía concluir. Era casi de noche y a José María le temblaban los labios al decírmelo.
—Mauro lo ha tomado tan mal, lo dejé como loco. Mejor vamos.
Yo tenía que terminar unas notas, aparte de que le había prometido a una amiga
llevarla a comer. Pegué un par de telefoneadas y salí con José María a buscar un taxi.
Mauro y Celina vivían por Cánning y Santa Fe, de manera que le pusimos diez minutos
desde casa. Ya al acercarnos vimos gente que se paraba en el zaguán con un aire culpable y cortado; en el camino supe que Celina había empezado a vomitar sangre a las seis, que Mauro trajo al médico y que su madre estaba con ellos. Parece que el médico empezaba a escribir una larga receta cuando Celina abrió los ojos y se acabó de morir con una especie de tos, más bien un silbido.
—Yo lo sujeté a Mauro, el doctor tuvo que salir porque Mauro se le quería tirar
encima. Usté sabe cómo es él cuando se cabrea.
Yo pensaba en Celina, en la última cara de Celina que nos esperaba en la casa. Casi
no escuché los gritos de las viejas y el revuelo en el patio, pero en cambio me acuerdo que el taxi costaba dos sesenta y que el chófer tenía una gorra de lustrina. Vi a dos o tres amigos de la barra de Mauro, que leían La Razón en la puerta; una nena de vestido azul tenía en brazos al gato barcino y le atusaba minuciosa los bigotes. Más adentro empezaban los clamoreos y el olor a encierro.
—Anda velo a Mauro —le dije a José María—. Ya sabes que conviene darle bastante alpiste.
En la cocina andaban ya con el mate. El velorio se organizaba solo, por sí mismo:
las caras, las bebidas, el calor. Ahora que Celina acababa de morir, increíble cómo la gente de un barrio larga todo (hasta las audiciones de preguntas y respuestas) para constituirse en el lugar del hecho. Una bombilla rezongó fuerte cuando pasé al lado de la cocina y me asomé a la pieza mortuoria. Misia Martita y otra mujer me miraron desde el oscuro fondo, donde la cama parecía estar flotando en una jalea de membrillo. Me di cuenta por su aire superior que acababan de lavar y amortajar a Celina, hasta se olía débilmente a vinagre.
—Pobrecita la finadita —dijo Misia Martita—. Pase, doctor, pase a verla. Parece
como dormida.
Aguantando las ganas de putearla me metí en el caldo caliente de la pieza. Hacía
rato que estaba mirando a Celina sin verla y ahora me dejé ir a ella, al pelo negro y lacio naciendo de una frente baja que brillaba como nácar de guitarra, al plato playo blanquísimo de su cara sin remedio. Me di cuenta de que no tenía nada que hacer ahí, que esa pieza era ahora de las mujeres, de las plañideras llegando en la noche. Ni siquiera Mauro podría entrar en paz a sentarse al lado de Celina, ni siquiera Celina estaba ahí esperando, esa cosa blanca y negra se volcaba del lado de las lloronas, las favorecía con su tema inmóvil repitiéndose. Mejor Mauro, ir a buscar a Mauro que seguía del lado nuestro.
De la pieza al comedor había sordos centinelas fumando en el pasillo sin luz. Peña,
el loco Bazán, los dos hermanos menores de Mauro y un viejo indefinible me saludaron con respeto.
—Gracias por venir, doctor —me dijo uno—. Usté siempre tan amigo del pobre Mauro.
—Los amigos se ven en estos trances —dijo el viejo, dándome una mano que me pareció una sardina viva.
Todo esto ocurría, pero yo estaba otra vez con Celina y Mauro en el Luna Park, bailando en el Carnaval del cuarenta y dos, Celina de celeste que le iba tan mal con su tipo achinado, Mauro de palm-beach y yo con seis whiskys y una mamúa padre. Me gustaba salir con Mauro y Celina para asistir de costado a su dura y caliente felicidad. Cuanto más me reprochaban estas amistades, más me arrimaba a ellos (a mis días, a mis horas) para presenciar su existencia de la que ellos mismos no sabían nada.
Me arranqué del baile, un quejido venía de la pieza trepando por las puertas.
—Ésa debe ser la madre —dijo el loco Bazán, casi satisfecho.
«Silogística perfecta del humilde», pensé. «Celina muerta, llega madre, chillido
madre». Me daba asco pensar así, una vez más estar pensando todo lo que a los otros les bastaba sentir. Mauro y Celina no habían sido mis cobayos, no. Los quería, cuánto los sigo queriendo. Solamente que nunca pude entrar en su simpleza, solamente que me veía forzado a alimentarme por reflejo de su sangre; yo soy el doctor Hardoy, un abogado que no se conforma con el Buenos Aires forense o musical o hípico, y avanza todo lo que puede por otros zaguanes. Ya sé que detrás de eso está la curiosidad, las notas que llenan poco a poco mi fichero. Pero Celina y Mauro no, Celina y Mauro no.
—Quién iba a decir esto —le oí a Peña—. Así tan rápido...
—Bueno, vos sabes que estaba muy mal del pulmón.
—Sí, pero lo mismo...
Se defendían de la tierra abierta. Muy mal del pulmón, pero así y todo... Celina
tampoco debió esperar su muerte, para ella y Mauro la tuberculosis era «debilidad». Otra vez la vi girando entusiasta en brazos de Mauro, la orquesta de Canaro ahí arriba y un olor a polvo barato. Después bailó conmigo una machicha, la pista era un horror de gente y calina. «Qué bien baila, Marcelo», como extrañada de que un abogado fuera capaz de seguir una machicha. Ni ella ni Mauro me tutearon nunca, yo le hablaba de vos a Mauro pero a Celina le devolvía el tratamiento. A Celina le costó dejar el «doctor», tal vez la enorgullecía darme el título delante de otros, mi amigo él doctor. Yo le pedí a Mauro que se lo dijera, entonces empezó el «Marcelo». Así ellos se acercaron un poco a mí pero yo estaba tan lejos como antes. Ni yendo juntos a los bailes populares, al box, hasta al fútbol (Mauro jugó años atrás en Rácing) o mateando hasta tarde en la cocina. Cuando acabó el pleito y le hice ganar cinco mil pesos a Mauro, Celina fue la primera en pedirme que no me
alejara, que fuese a verlos. Ya no estaba bien, su voz siempre un poco ronca era cada vez más débil. Tosía por la noche, Mauro le compraba Neurofosfato Escay lo que era una idiotez, y también Hierro Quina Bisleri, cosas que se leen en las revistas y se les toma confianza.
Íbamos juntos a los bailes, y yo los miraba vivir.
—Es bueno que lo hable a Mauro —dijo José María que brotaba de golpe a mi
lado—. Le va a hacer bien.
Fui, pero estuve todo el tiempo pensando en Celina. Era feo reconocerlo, en realidad
lo que hacía era reunir y ordenar mis fichas sobre Celina, no escritas nunca pero bien a mano. Mauro lloraba a cara descubierta como todo animal sano y de este mundo, sin la menor vergüenza. Me tomaba las manos y me las humedecía con su sudor febril. Cuando José María lo forzaba a beber una ginebra, la tragaba entre dos sollozos con un ruido raro. Y las frases, ese barboteo de estupideces con toda su vida dentro, la oscura conciencia de la cosa irreparable que le había sucedido a Celina pero que sólo él acusaba y resentía. El gran narcisismo por fin excusado y en libertad para dar el espectáculo. Tuve asco de Mauro pero mucho más de mí mismo, y me puse a beber coñac barato que me abrasaba la boca sin placer. Ya el velorio funcionaba a todo tren, de Mauro abajo estaban todos perfectos, hasta la noche ayudaba caliente y pareja, linda para estarse en el patio y hablar de la finadita, para dejar venir el alba sacándole a Celina los trapos al sereno.
Esto fue un lunes, después tuve que ir a Rosario por un congreso de abogados donde
no se hizo otra cosa que aplaudirse unos a otros y beber como locos, y volví a fin de
semana. En el tren viajaban dos bailarinas del Moulin Rouge y reconocí a la más joven, que se hizo la sonsa. Toda esa mañana había estado pensando en Celina, no que me importara tanto la muerte de Celina sino más bien la suspensión de un orden, de un hábito necesario.
Cuando vi a las muchachas pensé en la carrera de Celina y el gesto de Mauro al sacarla de la milonga del griego Kasidis y llevársela con él. Se precisaba coraje para esperar alguna cosa de esa mujer, y fue en esa época que lo conocí, cuando vino a consultarme sobre el pleito de su vieja por unos terrenos en Sanagasta. Celina lo acompañó la segunda vez, todavía con un maquillaje casi profesional, moviéndose a bordadas anchas pero apretada a su brazo. No me costó medirlos, saborear la sencillez agresiva de Mauro y su esfuerzo inconfesado por incorporarse del todo a Celina. Cuando los empecé a tratar me pareció que lo había conseguido, al menos por fuera y en la conducta cotidiana. Después medí mejor, Celina se le escapaba un poco por la vía de los caprichos, su ansiedad de bailes populares, sus largos entresueños al lado de la radio, con un remiendo o un tejido en las manos.
Cuando la oí cantar, una noche de Nebiolo y Rácing cuatro a uno, supe que todavía estaba con Kasidis, lejos de una casa estable y de Mauro puestero del Abasto. Por conocerla mejor alenté sus deseos baratos, fuimos los tres a tanto sitio de altoparlantes cegadores, de pizza hirviendo y papelitos con grasa por el piso. Pero Mauro prefería el patio, las horas de charla con vecinos y el mate. Aceptaba de a poco, se sometía sin ceder. Entonces Celina fingía conformarse, tal vez ya estaba conformándose con salir menos y ser de su casa. Era yo el que le conseguía a Mauro para ir a los bailes, y sé que me lo agradeció desde un principio.
Ellos se querían, y el contento de Celina alcanzaba para los dos, a veces para los tres.Me pareció bien pegarme un baño, telefonear a Nilda que la iría a buscar el
domingo de paso al hipódromo, y verlo enseguida a Mauro. Estaba en el patio, fumando
entre largos mates. Me enternecieron los dos o tres agujeritos de su camiseta, y le di una palmada en el hombro al saludarlo. Tenía la misma cara de la última vez, al lado de la fosa, al tirar el puñado de tierra y echarse atrás como encandilado. Pero le encontré un brillo claro en los ojos, la mano dura al apretar.
—Gracias por venir a verme. El tiempo es largo, Marcelo.
—¿Tenés que ir al Abasto, o te reemplaza alguien?
—Puse a mi hermano el renguito. No tengo ánimo de ir, y eso que el día se me hace
eterno.
—Claro, precisas distraerte. Vestíte y damos una vuelta por Palermo.
—Vamos, lo mismo da.
Se puso un traje azul y pañuelo bordado, lo vi echarse perfume de un frasco que
había sido de Celina. Me gustaba su forma de requintarse el sombrero, con el ala levantada, y su paso liviano y silencioso, bien compadre. Me resigné a escuchar —«los amigos se ven en estos trances»— y a la segunda botella de Quilmes Cristal se me vino con todo lo que tenía. Estábamos en una mesa del fondo del café, casi a solas; yo lo dejaba hablar pero de cuando en cuando le servía cerveza. Casi no me acuerdo de todo lo que dijo, creo que en realidad era siempre lo mismo. Me ha quedado una frase: «La tengo aquí», y el gesto al clavarse el índice en el medio del pecho como si mostrara un dolor o una medalla.
—Quiero olvidar —decía también—. Cualquier cosa, emborracharme, ir a la milonga, tirarme cualquier hembra. Usté me comprende, Marcelo, usté... —el índice subía,
enigmático, se plegaba de golpe como un cortaplumas. A esa altura ya estaba dispuesto a aceptar cualquier cosa, y cuando yo mencioné el Santa Fe Palace como de pasada, él dio por hecho que íbamos al baile y fue el primero en levantarse y mirar la hora. Caminamos sin hablar, muertos de calor, y todo el tiempo yo sospechaba un recuento por parte de Mauro, su repetida sorpresa al no sentir contra su brazo la caliente alegría de Celina camino del baile.
—Nunca la llevé a ese Palace —me dijo de repente—. Yo estuve antes de
conocerla, era una milonga muy rea. ¿Usté la frecuenta?
En mis fichas tengo una buena descripción del Santa Fe Palace, que no se llama
Santa Fe ni está en esa calle, aunque sí a un costado. Lástima que nada de eso pueda ser realmente descrito, ni la fachada modesta con sus carteles promisores y la turbia taquilla, menos todavía los junadores que hacen tiempo en la entrada y lo calan a uno de arriba abajo. Lo que sigue es peor, no que sea malo porque ahí nada es ninguna cosa precisa; justamente el caos, la confusión resolviéndose en un falso orden: el infierno y sus círculos.
Un infierno de parque japonés a dos cincuenta la entrada y damas cero cincuenta.
Compartimientos mal aislados, especie de patios cubiertos sucesivos donde en el primero una típica, en el segundo una característica, en el tercero una norteña con cantores y malambo. Puestos en un pasaje intermedio (yo Virgilio) oíamos las tres músicas y veíamos los tres círculos bailando; entonces se elegía el preferido, o se iba de baile en baile, de ginebra en ginebra, buscando mesitas y mujeres.
—No está mal —dijo Mauro con su aire tristón—. Lástima el calor. Debían poner
extractores.
(Para una ficha: estudiar, siguiendo a Ortega, los contactos del hombre del pueblo y
la técnica. Ahí donde se creería un choque hay en cambio asimilación violenta y
aprovechamiento; Mauro hablaba de refrigeración o de superheterodinos con la suficiencia porteña que cree que todo le es debido). Yo lo agarré del brazo y lo puse en camino de una mesa porque él seguía distraído y miraba el palco de la típica, al cantor que tenía con las dos manos el micrófono y lo zarandeaba despacito. Nos acodamos contentos delante de dos cañas secas y Mauro se bebió la suya de un solo viaje.
—Esto asienta la cerveza. Puta que está concurrida la milonga.
Llamó pidiendo otra, y me dio calce para desentenderme y mirar. La mesa estaba
pegada a la pista, del otro lado había sillas contra una larga pared y un montón de mujeres se renovaba con ese aire ausente de las milongueras cuando trabajan o se divierten. No se hablaba mucho, oíamos muy bien la típica, rebasada de fuelles y tocando con ganas. El cantor insistía en la nostalgia, milagrosa su manera de dar dramatismo a un compás más bien rápido y sin alce. Las trenzas de mi china las traigo en la maleta... Se prendía al micrófono como a los barrotes de un vomitorio, con una especie de lujuria cansada, de necesidad orgánica. Por momentos metía los labios contra la rejilla cromada, y de los parlantes salía una voz pegajosa —«yo soy un hombre honrado...»—; pensé que sería negocio una muñeca de goma y el micrófono escondido dentro, así el cantor podría tenerla en brazos y calentarse a gusto al cantarle. Pero no serviría para los tangos, mejor el bastón cromado con la pequeña calavera brillante en lo alto, la sonrisa tetánica de la rejilla.
Me parece bueno decir aquí que yo iba a esa milonga por los monstruos, y que no sé
de otra donde se den tantos juntos. Asoman con las once de la noche, bajan de regiones vagas de la ciudad, pausados y seguros de uno o de a dos; las mujeres casi enanas y achinadas, los tipos como javaneses o mocovíes, apretados en trajes a cuadros o negros, el pelo duro peinado con fatiga, brillantina en gotitas contra los reflejos azules y rosa, las mujeres con enormes peinados altos que las hacen más enanas, peinados duros y difíciles de los que les queda el cansancio y el orgullo. A ellos les da ahora por el pelo suelto y alto en el medio, jopos enormes y amaricados sin nada que ver con la cara brutal más abajo, el gesto de agresión disponible y esperando su hora, los torsos eficaces sobre finas cinturas.
Se reconocen y se admiran en silencio sin darlo a entender, es su baile y su encuentro, la noche de color. (Para una ficha: de dónde salen, qué profesiones los disimulan de día, qué oscuras servidumbres los aislan y disfrazan). Van a eso, los monstruos se enlazan con grave acatamiento, pieza tras pieza giran despaciosos sin hablar, muchos con los ojos cerrados gozando al fin la paridad, la completación. Se recobran en los intervalos, en las mesas son jactanciosos y las mujeres hablan chillando para que las miren, entonces los machos se ponen más torvos y yo he visto volar un sopapo y darle vuelta la cara y la mitad del peinado a una china bizca vestida de blanco que bebía anís. Además está el olor, no se concibe a los monstruos sin ese olor a talco mojado contra la piel, a fruta pasada, uno sospecha los lavajes presurosos, el trapo húmedo por la cara y los sobacos, después lo importante, lociones, rímmel, el polvo en la cara de todas ellas, una costra blancuzca y detrás las placas pardas trasluciendo. También se oxigenan, las negras levantan mazorcas rígidas sobre la tierra espesa de la cara, hasta se estudian gestos de rubia, vestidos verdes, se convencen de su transformación y desdeñan condescendientes a las otras que defienden su color. Mirando de reojo a Mauro yo estudiaba la diferencia entre su cara de rasgos italianos, la cara del porteño orillero sin mezcla negra ni provinciana, y me acordé de repente de Celina más próxima a los monstruos, mucho más cerca de ellos que Mauro y yo. Creo que Kasidis la había elegido para complacer a la parte achinada de su clientela, los pocos que entonces se animaban a su cabaré. Nunca había estado en lo de Kasidis en tiempos de Celina, pero después bajé una noche (para reconocer el sitio donde ella trabajaba antes que Mauro la sacara) y no vi más que blancas, rubias o morochas pero blancas.
—Me dan ganas de bailarme un tango —dijo Mauro quejoso. Ya estaba un poco bebido al entrar en la cuarta caña. Yo pensaba en Celina, tan en su casa aquí, justamente
aquí donde Mauro no la había traído nunca. Anita Lozano recibía ahora los aplausos
cerrados del público al saludar desde el palco, yo la había oído cantar en el Novelty cuando se cotizaba alto, ahora estaba vieja y flaca pero conservaba toda la voz para los tangos.
Mejor todavía, porque su estilo era canalla, necesitado de una voz un poco ronca y sucia para esas letras llenas de diatriba. Celina tenía esa voz cuando había bebido, de pronto me di cuenta cómo el Santa Fe era Celina, la presencia casi insoportable de Celina.
Irse con Mauro había sido un error. Lo aguantó porque lo quería y él la sacaba de la
mugre de Kasidis, la promiscuidad y los vasitos de agua azucarada entre los primeros
rodillazos y el aliento pesado de los clientes contra su cara, pero si no hubiera tenido que trabajar en las milongas a Celina le hubiera gustado quedarse. Se le veía en las caderas y en la boca, estaba armada para el tango, nacida de arriba abajo para la farra. Por eso era necesario que Mauro la llevara a los bailes, yo la había visto transfigurarse al entrar, con las primeras bocanadas de aire caliente y fuelles. A esta hora, metido sin vuelta en el Santa Fe, medí la grandeza de Celina, su coraje de pagarle a Mauro con unos años de cocina y mate dulce en el patio. Había renunciado a su cielo de milonga, a su caliente vocación de anís y valses criollos. Como condenándose a sabiendas, por Mauro y la vida de Mauro, forzando apenas su mundo para que él la sacara a veces a una fiesta.
Ya Mauro andaba prendido con una negrita más alta que las otras, de talle fino como pocas y nada fea. Me hizo reír su instintiva pero a la vez meditada selección, la
sirvientita era la menos igual a los monstruos; entonces me volvió la idea de que Celina había sido en cierto modo un monstruo como ellos, sólo que afuera y de día no se notaba como aquí. Me pregunté si Mauro lo habría advertido, temí un poco su reproche por traerlo a un sitio donde el recuerdo crecía de cada cosa como pelos en un brazo.
Esta vez no hubo aplausos, y él se acercó con la muchacha que parecía súbitamente
entontecida y como boqueando fuera de su tango.
—Le presento a un amigo.
Nos dijimos los «encantados» porteños y ahí nomás le dimos de beber. Me alegraba
verlo a Mauro entrando en la noche y hasta cambié unas frases con la mujer que se llamaba Emma, un nombre que no les va bien a las flacas. Mauro parecía bastante embalado y hablaba de orquestas con la frase breve y sentenciosa que le admiro. Emma se iba en nombres de cantores, en recuerdos de Villa Crespo y El Talar. Para entonces Anita Lozano anunció un tango viejo y hubo gritos y aplausos entre los monstruos, los tapes sobre todo que la favorecían sin distingos. Mauro no estaba tan curado como para olvidarse del todo, cuando la orquesta se abrió paso con un culebreo de los bandoneones me miró de golpe, tenso y rígido, como acordándose. Yo me vi también en Rácing, Mauro y Celina prendidos fuerte en ese tango que ella canturreó después toda la noche y en el taxi de vuelta.
—¿Lo bailamos? —dijo Emma, tragando su granadina con ruido.
Mauro ni la miraba. Me parece que fue en ese momento que los dos nos alcanzamos en lo más hondo. Ahora (ahora que escribo) no veo otra imagen que una de mis veinte años
en Sportivo Barracas, tirarme a la pileta y encontrar otro nadador en el fondo, tocar el fondo a la vez y entrevernos en el agua verde y acre. Mauro echó atrás la silla y se sostuvo con un codo en la mesa. Miraba igual que yo la pista, y Emma quedó perdida y humillada entre los dos, pero lo disimulaba comiendo papas fritas. Ahora Anita se ponía a cantar quebrado, las parejas bailaban casi sin salir de su sitio y se veía que escuchaban la letra con deseo y desdicha y todo el negado placer de la farra. Las caras buscaban el palco y aun girando se las veía seguir a Anita inclinada y confidente en el micrófono. Algunos movían la boca repitiendo las palabras, otros sonreían estúpidamente como desde atrás de sí mismos, y cuando ella cerró su tanto, tanto como fuiste mío, y boy te busco y no te encuentro, a la entrada en tutti de los fuelles respondió la renovada violencia del baile, las corridas laterales y los ochos entreverados en el medio de la pista. Muchos sudaban, una china que me hubiera llegado raspando al segundo botón del saco pasó contra la mesa y le vi el agua saliéndole de la raíz del pelo y corriendo por la nuca donde la grasa le hacía una canaleta más blanca. Había humo entrando del salón contiguo donde comían parrilladas y bailaban rancheras, el asado y los cigarrillos ponían una nube baja que deformaba las caras y las pinturas baratas de la pared de enfrente. Creo que yo ayudaba desde adentro con mis cuatro cañas, y Mauro se tenía el mentón con el revés de la mano, mirando fijo hacia adelante. No nos llamó la atención que el tango siguiera y siguiera allá arriba, una o dos veces vi a Mauro echar una ojeada al palco donde Anita hacía como que manejaba una batuta, pero después volvió a clavar los ojos en las parejas. No sé cómo decirlo, me parece que yo seguía su mirada y a la vez le mostraba el camino; sin vernos sabíamos (a mí me parece que Mauro sabía) la coincidencia de ese mirar, caíamos sobre las mismas parejas, los mismos pelos y pantalones. Yo oí que Emma decía algo, una excusa, y el espacio de mesa entre Mauro y yo quedó más claro, aunque no nos mirábamos. Sobre la pista parecía haber descendido un momento de inmensa felicidad, respiré hondo como asociándome y creo
haber oído que Mauro hizo lo mismo. El humo era tan espeso que las caras se borroneaban más allá del centro de la pista, de modo que la zona de las sillas para las que planchaban no se veía entre los cuerpos interpuestos y la neblina. Tanto como fuiste mío, curiosa la crepitación que le daba el parlante a la voz de Anita, otra vez los bailarines se inmovilizaban (siempre moviéndose) y Celina que estaba sobre la derecha, saliendo del humo y girando obediente a la presión de su compañero, quedó un momento de perfil a mí, después de espaldas, el otro perfil, y alzó la cara para oír la música. Yo digo: Celina; pero entonces fue más bien saber sin comprender, Celina ahí sin estar, claro, cómo comprender eso en el momento. La mesa tembló de golpe, yo sabía que era el brazo de Mauro que temblaba, o el mío, pero no teníamos miedo, eso estaba más cerca del espanto y la alegría y el estómago. En realidad era estúpido, un sentimiento de cosa aparte que no nos dejaba salir, recobrarnos. Celina seguía siempre ahí, sin vernos, bebiendo el tango con toda la cara que una luz amarilla de humo desdecía y alteraba. Cualquiera de las negras podría haberse parecido más a Celina que ella en ese momento, la felicidad la transformaba de un modo atroz, yo no hubiese podido tolerar a Celina como la veía en ese momento y ese tango. Me quedó inteligencia para medir la devastación de su felicidad, su cara arrobada y estúpida en el paraíso al fin logrado; así pudo ser ella en lo de Kasidis de no existir el trabajo y los clientes. Nada la ataba ahora en su cielo sólo de ella, se daba con toda la piel a la dicha y entraba otra vez en el orden donde Mauro no podía seguirla. Era su duro cielo conquistado, su tango vuelto a tocar para ella sola y sus iguales, hasta el aplauso de vidrios rotos que
cerró el refrán de Anita, Celina de espaldas, Celina de perfil, otras parejas contra ella y el humo.
No quise mirar a Mauro, ahora yo me rehacía y mi notorio cinismo apilaba comportamientos a todo vapor. Todo dependía de cómo entrara él en la cosa, de manera
que me quedé como estaba, estudiando la pista que se vaciaba poco a poco.
—¿Vos te fijaste? —dijo Mauro.
—Sí.
—¿Vos te fijaste cómo se parecía?
No le contesté, el alivio pesaba más que la lástima. Estaba de este lado, el pobre
estaba de este lado y no alcanzaba ya a creer lo que habíamos sabido juntos. Lo vi
levantarse y caminar por la pista con paso de borracho, buscando a la mujer que se parecía a Celina. Yo me estuve quieto, filmándome un rubio sin apuro, mirándolo ir y venir sabiendo que perdía su tiempo, que volvería agobiado y sediento sin haber encontrado las puertas del cielo entre ese humo y esa gente.
A las ocho vino José María con la noticia, casi sin rodeos me dijo que Celina
acababa de morir. Me acuerdo que reparé instantáneamente en la frase, Celina acabando de morirse, un poco como si ella misma hubiera decidido el momento en que eso debía concluir. Era casi de noche y a José María le temblaban los labios al decírmelo.
—Mauro lo ha tomado tan mal, lo dejé como loco. Mejor vamos.
Yo tenía que terminar unas notas, aparte de que le había prometido a una amiga
llevarla a comer. Pegué un par de telefoneadas y salí con José María a buscar un taxi.
Mauro y Celina vivían por Cánning y Santa Fe, de manera que le pusimos diez minutos
desde casa. Ya al acercarnos vimos gente que se paraba en el zaguán con un aire culpable y cortado; en el camino supe que Celina había empezado a vomitar sangre a las seis, que Mauro trajo al médico y que su madre estaba con ellos. Parece que el médico empezaba a escribir una larga receta cuando Celina abrió los ojos y se acabó de morir con una especie de tos, más bien un silbido.
—Yo lo sujeté a Mauro, el doctor tuvo que salir porque Mauro se le quería tirar
encima. Usté sabe cómo es él cuando se cabrea.
Yo pensaba en Celina, en la última cara de Celina que nos esperaba en la casa. Casi
no escuché los gritos de las viejas y el revuelo en el patio, pero en cambio me acuerdo que el taxi costaba dos sesenta y que el chófer tenía una gorra de lustrina. Vi a dos o tres amigos de la barra de Mauro, que leían La Razón en la puerta; una nena de vestido azul tenía en brazos al gato barcino y le atusaba minuciosa los bigotes. Más adentro empezaban los clamoreos y el olor a encierro.
—Anda velo a Mauro —le dije a José María—. Ya sabes que conviene darle bastante alpiste.
En la cocina andaban ya con el mate. El velorio se organizaba solo, por sí mismo:
las caras, las bebidas, el calor. Ahora que Celina acababa de morir, increíble cómo la gente de un barrio larga todo (hasta las audiciones de preguntas y respuestas) para constituirse en el lugar del hecho. Una bombilla rezongó fuerte cuando pasé al lado de la cocina y me asomé a la pieza mortuoria. Misia Martita y otra mujer me miraron desde el oscuro fondo, donde la cama parecía estar flotando en una jalea de membrillo. Me di cuenta por su aire superior que acababan de lavar y amortajar a Celina, hasta se olía débilmente a vinagre.
—Pobrecita la finadita —dijo Misia Martita—. Pase, doctor, pase a verla. Parece
como dormida.
Aguantando las ganas de putearla me metí en el caldo caliente de la pieza. Hacía
rato que estaba mirando a Celina sin verla y ahora me dejé ir a ella, al pelo negro y lacio naciendo de una frente baja que brillaba como nácar de guitarra, al plato playo blanquísimo de su cara sin remedio. Me di cuenta de que no tenía nada que hacer ahí, que esa pieza era ahora de las mujeres, de las plañideras llegando en la noche. Ni siquiera Mauro podría entrar en paz a sentarse al lado de Celina, ni siquiera Celina estaba ahí esperando, esa cosa blanca y negra se volcaba del lado de las lloronas, las favorecía con su tema inmóvil repitiéndose. Mejor Mauro, ir a buscar a Mauro que seguía del lado nuestro.
De la pieza al comedor había sordos centinelas fumando en el pasillo sin luz. Peña,
el loco Bazán, los dos hermanos menores de Mauro y un viejo indefinible me saludaron con respeto.
—Gracias por venir, doctor —me dijo uno—. Usté siempre tan amigo del pobre Mauro.
—Los amigos se ven en estos trances —dijo el viejo, dándome una mano que me pareció una sardina viva.
Todo esto ocurría, pero yo estaba otra vez con Celina y Mauro en el Luna Park, bailando en el Carnaval del cuarenta y dos, Celina de celeste que le iba tan mal con su tipo achinado, Mauro de palm-beach y yo con seis whiskys y una mamúa padre. Me gustaba salir con Mauro y Celina para asistir de costado a su dura y caliente felicidad. Cuanto más me reprochaban estas amistades, más me arrimaba a ellos (a mis días, a mis horas) para presenciar su existencia de la que ellos mismos no sabían nada.
Me arranqué del baile, un quejido venía de la pieza trepando por las puertas.
—Ésa debe ser la madre —dijo el loco Bazán, casi satisfecho.
«Silogística perfecta del humilde», pensé. «Celina muerta, llega madre, chillido
madre». Me daba asco pensar así, una vez más estar pensando todo lo que a los otros les bastaba sentir. Mauro y Celina no habían sido mis cobayos, no. Los quería, cuánto los sigo queriendo. Solamente que nunca pude entrar en su simpleza, solamente que me veía forzado a alimentarme por reflejo de su sangre; yo soy el doctor Hardoy, un abogado que no se conforma con el Buenos Aires forense o musical o hípico, y avanza todo lo que puede por otros zaguanes. Ya sé que detrás de eso está la curiosidad, las notas que llenan poco a poco mi fichero. Pero Celina y Mauro no, Celina y Mauro no.
—Quién iba a decir esto —le oí a Peña—. Así tan rápido...
—Bueno, vos sabes que estaba muy mal del pulmón.
—Sí, pero lo mismo...
Se defendían de la tierra abierta. Muy mal del pulmón, pero así y todo... Celina
tampoco debió esperar su muerte, para ella y Mauro la tuberculosis era «debilidad». Otra vez la vi girando entusiasta en brazos de Mauro, la orquesta de Canaro ahí arriba y un olor a polvo barato. Después bailó conmigo una machicha, la pista era un horror de gente y calina. «Qué bien baila, Marcelo», como extrañada de que un abogado fuera capaz de seguir una machicha. Ni ella ni Mauro me tutearon nunca, yo le hablaba de vos a Mauro pero a Celina le devolvía el tratamiento. A Celina le costó dejar el «doctor», tal vez la enorgullecía darme el título delante de otros, mi amigo él doctor. Yo le pedí a Mauro que se lo dijera, entonces empezó el «Marcelo». Así ellos se acercaron un poco a mí pero yo estaba tan lejos como antes. Ni yendo juntos a los bailes populares, al box, hasta al fútbol (Mauro jugó años atrás en Rácing) o mateando hasta tarde en la cocina. Cuando acabó el pleito y le hice ganar cinco mil pesos a Mauro, Celina fue la primera en pedirme que no me
alejara, que fuese a verlos. Ya no estaba bien, su voz siempre un poco ronca era cada vez más débil. Tosía por la noche, Mauro le compraba Neurofosfato Escay lo que era una idiotez, y también Hierro Quina Bisleri, cosas que se leen en las revistas y se les toma confianza.
Íbamos juntos a los bailes, y yo los miraba vivir.
—Es bueno que lo hable a Mauro —dijo José María que brotaba de golpe a mi
lado—. Le va a hacer bien.
Fui, pero estuve todo el tiempo pensando en Celina. Era feo reconocerlo, en realidad
lo que hacía era reunir y ordenar mis fichas sobre Celina, no escritas nunca pero bien a mano. Mauro lloraba a cara descubierta como todo animal sano y de este mundo, sin la menor vergüenza. Me tomaba las manos y me las humedecía con su sudor febril. Cuando José María lo forzaba a beber una ginebra, la tragaba entre dos sollozos con un ruido raro. Y las frases, ese barboteo de estupideces con toda su vida dentro, la oscura conciencia de la cosa irreparable que le había sucedido a Celina pero que sólo él acusaba y resentía. El gran narcisismo por fin excusado y en libertad para dar el espectáculo. Tuve asco de Mauro pero mucho más de mí mismo, y me puse a beber coñac barato que me abrasaba la boca sin placer. Ya el velorio funcionaba a todo tren, de Mauro abajo estaban todos perfectos, hasta la noche ayudaba caliente y pareja, linda para estarse en el patio y hablar de la finadita, para dejar venir el alba sacándole a Celina los trapos al sereno.
Esto fue un lunes, después tuve que ir a Rosario por un congreso de abogados donde
no se hizo otra cosa que aplaudirse unos a otros y beber como locos, y volví a fin de
semana. En el tren viajaban dos bailarinas del Moulin Rouge y reconocí a la más joven, que se hizo la sonsa. Toda esa mañana había estado pensando en Celina, no que me importara tanto la muerte de Celina sino más bien la suspensión de un orden, de un hábito necesario.
Cuando vi a las muchachas pensé en la carrera de Celina y el gesto de Mauro al sacarla de la milonga del griego Kasidis y llevársela con él. Se precisaba coraje para esperar alguna cosa de esa mujer, y fue en esa época que lo conocí, cuando vino a consultarme sobre el pleito de su vieja por unos terrenos en Sanagasta. Celina lo acompañó la segunda vez, todavía con un maquillaje casi profesional, moviéndose a bordadas anchas pero apretada a su brazo. No me costó medirlos, saborear la sencillez agresiva de Mauro y su esfuerzo inconfesado por incorporarse del todo a Celina. Cuando los empecé a tratar me pareció que lo había conseguido, al menos por fuera y en la conducta cotidiana. Después medí mejor, Celina se le escapaba un poco por la vía de los caprichos, su ansiedad de bailes populares, sus largos entresueños al lado de la radio, con un remiendo o un tejido en las manos.
Cuando la oí cantar, una noche de Nebiolo y Rácing cuatro a uno, supe que todavía estaba con Kasidis, lejos de una casa estable y de Mauro puestero del Abasto. Por conocerla mejor alenté sus deseos baratos, fuimos los tres a tanto sitio de altoparlantes cegadores, de pizza hirviendo y papelitos con grasa por el piso. Pero Mauro prefería el patio, las horas de charla con vecinos y el mate. Aceptaba de a poco, se sometía sin ceder. Entonces Celina fingía conformarse, tal vez ya estaba conformándose con salir menos y ser de su casa. Era yo el que le conseguía a Mauro para ir a los bailes, y sé que me lo agradeció desde un principio.
Ellos se querían, y el contento de Celina alcanzaba para los dos, a veces para los tres.Me pareció bien pegarme un baño, telefonear a Nilda que la iría a buscar el
domingo de paso al hipódromo, y verlo enseguida a Mauro. Estaba en el patio, fumando
entre largos mates. Me enternecieron los dos o tres agujeritos de su camiseta, y le di una palmada en el hombro al saludarlo. Tenía la misma cara de la última vez, al lado de la fosa, al tirar el puñado de tierra y echarse atrás como encandilado. Pero le encontré un brillo claro en los ojos, la mano dura al apretar.
—Gracias por venir a verme. El tiempo es largo, Marcelo.
—¿Tenés que ir al Abasto, o te reemplaza alguien?
—Puse a mi hermano el renguito. No tengo ánimo de ir, y eso que el día se me hace
eterno.
—Claro, precisas distraerte. Vestíte y damos una vuelta por Palermo.
—Vamos, lo mismo da.
Se puso un traje azul y pañuelo bordado, lo vi echarse perfume de un frasco que
había sido de Celina. Me gustaba su forma de requintarse el sombrero, con el ala levantada, y su paso liviano y silencioso, bien compadre. Me resigné a escuchar —«los amigos se ven en estos trances»— y a la segunda botella de Quilmes Cristal se me vino con todo lo que tenía. Estábamos en una mesa del fondo del café, casi a solas; yo lo dejaba hablar pero de cuando en cuando le servía cerveza. Casi no me acuerdo de todo lo que dijo, creo que en realidad era siempre lo mismo. Me ha quedado una frase: «La tengo aquí», y el gesto al clavarse el índice en el medio del pecho como si mostrara un dolor o una medalla.
—Quiero olvidar —decía también—. Cualquier cosa, emborracharme, ir a la milonga, tirarme cualquier hembra. Usté me comprende, Marcelo, usté... —el índice subía,
enigmático, se plegaba de golpe como un cortaplumas. A esa altura ya estaba dispuesto a aceptar cualquier cosa, y cuando yo mencioné el Santa Fe Palace como de pasada, él dio por hecho que íbamos al baile y fue el primero en levantarse y mirar la hora. Caminamos sin hablar, muertos de calor, y todo el tiempo yo sospechaba un recuento por parte de Mauro, su repetida sorpresa al no sentir contra su brazo la caliente alegría de Celina camino del baile.
—Nunca la llevé a ese Palace —me dijo de repente—. Yo estuve antes de
conocerla, era una milonga muy rea. ¿Usté la frecuenta?
En mis fichas tengo una buena descripción del Santa Fe Palace, que no se llama
Santa Fe ni está en esa calle, aunque sí a un costado. Lástima que nada de eso pueda ser realmente descrito, ni la fachada modesta con sus carteles promisores y la turbia taquilla, menos todavía los junadores que hacen tiempo en la entrada y lo calan a uno de arriba abajo. Lo que sigue es peor, no que sea malo porque ahí nada es ninguna cosa precisa; justamente el caos, la confusión resolviéndose en un falso orden: el infierno y sus círculos.
Un infierno de parque japonés a dos cincuenta la entrada y damas cero cincuenta.
Compartimientos mal aislados, especie de patios cubiertos sucesivos donde en el primero una típica, en el segundo una característica, en el tercero una norteña con cantores y malambo. Puestos en un pasaje intermedio (yo Virgilio) oíamos las tres músicas y veíamos los tres círculos bailando; entonces se elegía el preferido, o se iba de baile en baile, de ginebra en ginebra, buscando mesitas y mujeres.
—No está mal —dijo Mauro con su aire tristón—. Lástima el calor. Debían poner
extractores.
(Para una ficha: estudiar, siguiendo a Ortega, los contactos del hombre del pueblo y
la técnica. Ahí donde se creería un choque hay en cambio asimilación violenta y
aprovechamiento; Mauro hablaba de refrigeración o de superheterodinos con la suficiencia porteña que cree que todo le es debido). Yo lo agarré del brazo y lo puse en camino de una mesa porque él seguía distraído y miraba el palco de la típica, al cantor que tenía con las dos manos el micrófono y lo zarandeaba despacito. Nos acodamos contentos delante de dos cañas secas y Mauro se bebió la suya de un solo viaje.
—Esto asienta la cerveza. Puta que está concurrida la milonga.
Llamó pidiendo otra, y me dio calce para desentenderme y mirar. La mesa estaba
pegada a la pista, del otro lado había sillas contra una larga pared y un montón de mujeres se renovaba con ese aire ausente de las milongueras cuando trabajan o se divierten. No se hablaba mucho, oíamos muy bien la típica, rebasada de fuelles y tocando con ganas. El cantor insistía en la nostalgia, milagrosa su manera de dar dramatismo a un compás más bien rápido y sin alce. Las trenzas de mi china las traigo en la maleta... Se prendía al micrófono como a los barrotes de un vomitorio, con una especie de lujuria cansada, de necesidad orgánica. Por momentos metía los labios contra la rejilla cromada, y de los parlantes salía una voz pegajosa —«yo soy un hombre honrado...»—; pensé que sería negocio una muñeca de goma y el micrófono escondido dentro, así el cantor podría tenerla en brazos y calentarse a gusto al cantarle. Pero no serviría para los tangos, mejor el bastón cromado con la pequeña calavera brillante en lo alto, la sonrisa tetánica de la rejilla.
Me parece bueno decir aquí que yo iba a esa milonga por los monstruos, y que no sé
de otra donde se den tantos juntos. Asoman con las once de la noche, bajan de regiones vagas de la ciudad, pausados y seguros de uno o de a dos; las mujeres casi enanas y achinadas, los tipos como javaneses o mocovíes, apretados en trajes a cuadros o negros, el pelo duro peinado con fatiga, brillantina en gotitas contra los reflejos azules y rosa, las mujeres con enormes peinados altos que las hacen más enanas, peinados duros y difíciles de los que les queda el cansancio y el orgullo. A ellos les da ahora por el pelo suelto y alto en el medio, jopos enormes y amaricados sin nada que ver con la cara brutal más abajo, el gesto de agresión disponible y esperando su hora, los torsos eficaces sobre finas cinturas.
Se reconocen y se admiran en silencio sin darlo a entender, es su baile y su encuentro, la noche de color. (Para una ficha: de dónde salen, qué profesiones los disimulan de día, qué oscuras servidumbres los aislan y disfrazan). Van a eso, los monstruos se enlazan con grave acatamiento, pieza tras pieza giran despaciosos sin hablar, muchos con los ojos cerrados gozando al fin la paridad, la completación. Se recobran en los intervalos, en las mesas son jactanciosos y las mujeres hablan chillando para que las miren, entonces los machos se ponen más torvos y yo he visto volar un sopapo y darle vuelta la cara y la mitad del peinado a una china bizca vestida de blanco que bebía anís. Además está el olor, no se concibe a los monstruos sin ese olor a talco mojado contra la piel, a fruta pasada, uno sospecha los lavajes presurosos, el trapo húmedo por la cara y los sobacos, después lo importante, lociones, rímmel, el polvo en la cara de todas ellas, una costra blancuzca y detrás las placas pardas trasluciendo. También se oxigenan, las negras levantan mazorcas rígidas sobre la tierra espesa de la cara, hasta se estudian gestos de rubia, vestidos verdes, se convencen de su transformación y desdeñan condescendientes a las otras que defienden su color. Mirando de reojo a Mauro yo estudiaba la diferencia entre su cara de rasgos italianos, la cara del porteño orillero sin mezcla negra ni provinciana, y me acordé de repente de Celina más próxima a los monstruos, mucho más cerca de ellos que Mauro y yo. Creo que Kasidis la había elegido para complacer a la parte achinada de su clientela, los pocos que entonces se animaban a su cabaré. Nunca había estado en lo de Kasidis en tiempos de Celina, pero después bajé una noche (para reconocer el sitio donde ella trabajaba antes que Mauro la sacara) y no vi más que blancas, rubias o morochas pero blancas.
—Me dan ganas de bailarme un tango —dijo Mauro quejoso. Ya estaba un poco bebido al entrar en la cuarta caña. Yo pensaba en Celina, tan en su casa aquí, justamente
aquí donde Mauro no la había traído nunca. Anita Lozano recibía ahora los aplausos
cerrados del público al saludar desde el palco, yo la había oído cantar en el Novelty cuando se cotizaba alto, ahora estaba vieja y flaca pero conservaba toda la voz para los tangos.
Mejor todavía, porque su estilo era canalla, necesitado de una voz un poco ronca y sucia para esas letras llenas de diatriba. Celina tenía esa voz cuando había bebido, de pronto me di cuenta cómo el Santa Fe era Celina, la presencia casi insoportable de Celina.
Irse con Mauro había sido un error. Lo aguantó porque lo quería y él la sacaba de la
mugre de Kasidis, la promiscuidad y los vasitos de agua azucarada entre los primeros
rodillazos y el aliento pesado de los clientes contra su cara, pero si no hubiera tenido que trabajar en las milongas a Celina le hubiera gustado quedarse. Se le veía en las caderas y en la boca, estaba armada para el tango, nacida de arriba abajo para la farra. Por eso era necesario que Mauro la llevara a los bailes, yo la había visto transfigurarse al entrar, con las primeras bocanadas de aire caliente y fuelles. A esta hora, metido sin vuelta en el Santa Fe, medí la grandeza de Celina, su coraje de pagarle a Mauro con unos años de cocina y mate dulce en el patio. Había renunciado a su cielo de milonga, a su caliente vocación de anís y valses criollos. Como condenándose a sabiendas, por Mauro y la vida de Mauro, forzando apenas su mundo para que él la sacara a veces a una fiesta.
Ya Mauro andaba prendido con una negrita más alta que las otras, de talle fino como pocas y nada fea. Me hizo reír su instintiva pero a la vez meditada selección, la
sirvientita era la menos igual a los monstruos; entonces me volvió la idea de que Celina había sido en cierto modo un monstruo como ellos, sólo que afuera y de día no se notaba como aquí. Me pregunté si Mauro lo habría advertido, temí un poco su reproche por traerlo a un sitio donde el recuerdo crecía de cada cosa como pelos en un brazo.
Esta vez no hubo aplausos, y él se acercó con la muchacha que parecía súbitamente
entontecida y como boqueando fuera de su tango.
—Le presento a un amigo.
Nos dijimos los «encantados» porteños y ahí nomás le dimos de beber. Me alegraba
verlo a Mauro entrando en la noche y hasta cambié unas frases con la mujer que se llamaba Emma, un nombre que no les va bien a las flacas. Mauro parecía bastante embalado y hablaba de orquestas con la frase breve y sentenciosa que le admiro. Emma se iba en nombres de cantores, en recuerdos de Villa Crespo y El Talar. Para entonces Anita Lozano anunció un tango viejo y hubo gritos y aplausos entre los monstruos, los tapes sobre todo que la favorecían sin distingos. Mauro no estaba tan curado como para olvidarse del todo, cuando la orquesta se abrió paso con un culebreo de los bandoneones me miró de golpe, tenso y rígido, como acordándose. Yo me vi también en Rácing, Mauro y Celina prendidos fuerte en ese tango que ella canturreó después toda la noche y en el taxi de vuelta.
—¿Lo bailamos? —dijo Emma, tragando su granadina con ruido.
Mauro ni la miraba. Me parece que fue en ese momento que los dos nos alcanzamos en lo más hondo. Ahora (ahora que escribo) no veo otra imagen que una de mis veinte años
en Sportivo Barracas, tirarme a la pileta y encontrar otro nadador en el fondo, tocar el fondo a la vez y entrevernos en el agua verde y acre. Mauro echó atrás la silla y se sostuvo con un codo en la mesa. Miraba igual que yo la pista, y Emma quedó perdida y humillada entre los dos, pero lo disimulaba comiendo papas fritas. Ahora Anita se ponía a cantar quebrado, las parejas bailaban casi sin salir de su sitio y se veía que escuchaban la letra con deseo y desdicha y todo el negado placer de la farra. Las caras buscaban el palco y aun girando se las veía seguir a Anita inclinada y confidente en el micrófono. Algunos movían la boca repitiendo las palabras, otros sonreían estúpidamente como desde atrás de sí mismos, y cuando ella cerró su tanto, tanto como fuiste mío, y boy te busco y no te encuentro, a la entrada en tutti de los fuelles respondió la renovada violencia del baile, las corridas laterales y los ochos entreverados en el medio de la pista. Muchos sudaban, una china que me hubiera llegado raspando al segundo botón del saco pasó contra la mesa y le vi el agua saliéndole de la raíz del pelo y corriendo por la nuca donde la grasa le hacía una canaleta más blanca. Había humo entrando del salón contiguo donde comían parrilladas y bailaban rancheras, el asado y los cigarrillos ponían una nube baja que deformaba las caras y las pinturas baratas de la pared de enfrente. Creo que yo ayudaba desde adentro con mis cuatro cañas, y Mauro se tenía el mentón con el revés de la mano, mirando fijo hacia adelante. No nos llamó la atención que el tango siguiera y siguiera allá arriba, una o dos veces vi a Mauro echar una ojeada al palco donde Anita hacía como que manejaba una batuta, pero después volvió a clavar los ojos en las parejas. No sé cómo decirlo, me parece que yo seguía su mirada y a la vez le mostraba el camino; sin vernos sabíamos (a mí me parece que Mauro sabía) la coincidencia de ese mirar, caíamos sobre las mismas parejas, los mismos pelos y pantalones. Yo oí que Emma decía algo, una excusa, y el espacio de mesa entre Mauro y yo quedó más claro, aunque no nos mirábamos. Sobre la pista parecía haber descendido un momento de inmensa felicidad, respiré hondo como asociándome y creo
haber oído que Mauro hizo lo mismo. El humo era tan espeso que las caras se borroneaban más allá del centro de la pista, de modo que la zona de las sillas para las que planchaban no se veía entre los cuerpos interpuestos y la neblina. Tanto como fuiste mío, curiosa la crepitación que le daba el parlante a la voz de Anita, otra vez los bailarines se inmovilizaban (siempre moviéndose) y Celina que estaba sobre la derecha, saliendo del humo y girando obediente a la presión de su compañero, quedó un momento de perfil a mí, después de espaldas, el otro perfil, y alzó la cara para oír la música. Yo digo: Celina; pero entonces fue más bien saber sin comprender, Celina ahí sin estar, claro, cómo comprender eso en el momento. La mesa tembló de golpe, yo sabía que era el brazo de Mauro que temblaba, o el mío, pero no teníamos miedo, eso estaba más cerca del espanto y la alegría y el estómago. En realidad era estúpido, un sentimiento de cosa aparte que no nos dejaba salir, recobrarnos. Celina seguía siempre ahí, sin vernos, bebiendo el tango con toda la cara que una luz amarilla de humo desdecía y alteraba. Cualquiera de las negras podría haberse parecido más a Celina que ella en ese momento, la felicidad la transformaba de un modo atroz, yo no hubiese podido tolerar a Celina como la veía en ese momento y ese tango. Me quedó inteligencia para medir la devastación de su felicidad, su cara arrobada y estúpida en el paraíso al fin logrado; así pudo ser ella en lo de Kasidis de no existir el trabajo y los clientes. Nada la ataba ahora en su cielo sólo de ella, se daba con toda la piel a la dicha y entraba otra vez en el orden donde Mauro no podía seguirla. Era su duro cielo conquistado, su tango vuelto a tocar para ella sola y sus iguales, hasta el aplauso de vidrios rotos que
cerró el refrán de Anita, Celina de espaldas, Celina de perfil, otras parejas contra ella y el humo.
No quise mirar a Mauro, ahora yo me rehacía y mi notorio cinismo apilaba comportamientos a todo vapor. Todo dependía de cómo entrara él en la cosa, de manera
que me quedé como estaba, estudiando la pista que se vaciaba poco a poco.
—¿Vos te fijaste? —dijo Mauro.
—Sí.
—¿Vos te fijaste cómo se parecía?
No le contesté, el alivio pesaba más que la lástima. Estaba de este lado, el pobre
estaba de este lado y no alcanzaba ya a creer lo que habíamos sabido juntos. Lo vi
levantarse y caminar por la pista con paso de borracho, buscando a la mujer que se parecía a Celina. Yo me estuve quieto, filmándome un rubio sin apuro, mirándolo ir y venir sabiendo que perdía su tiempo, que volvería agobiado y sediento sin haber encontrado las puertas del cielo entre ese humo y esa gente.
Piglia: Cortázar y los monstruos
El coleccionista... Desde el narrador de “Las puertas del cielo” (Bestiario, 1951) que acumula fichas y datos sobre las costumbres y reacciones de las clases bajas (“los monstruos”) de Buenos Aires, al círculo de fans que forma un club de admiradores de una estrella de cine (en Queremos tanto a Glenda, 1980) se diría que el hombre cortazariano por excelencia es el coleccionista, es decir, alguien que sustrae los objetos del mercado, los clasifica y mantiene con ellos una relación apasionada y exclusiva.
Marcas. Algún día habrá que hacer el catálogo de los nombres, los lugares y las marcas que circulan por los textos de Cortázar: ese repertorio dibujará, sin duda, los rastros de una compulsión y dejará ver hasta qué punto su obra ha sido siempre fiel a esa pasión avara de apropiarse de la realidad a través del mercado. Desde esta perspectiva la obra de Cortazar podría ser leída como una épica del consumo o, mejor, como la aventura de un explorador experimentado y sagaz que trata de dejar su huella en la selva indiscriminada del mercado capitalista.
Dos trayectos. El movimiento de esa exploración es doble: por un lado es¬ta la búsqueda del objeto exclusivo y secreto que sostiene su valor en la rareza y en la originalidad; por otro lado se trata de descubrir y rescatar ciertos productos populares jerarquizados por su autenticidad y por la dignidad de su leve anacronismo: Xenakis y Rosita Quiroga, Hermann Broch y César Bruto, el gulasch y el mate amargo, el hachís y los particulares livianos. Si una serie es privada, refinada y se construye por acumulación, la otra serie es masiva, “natural” y se construye por selección y descarte. Se trata, en última instancia, de un vaivén entre vanguardia y populismo que puede rastrearse en el movimiento mismo de su escritura: lo que va del estilo “refinado” de “Axolotl” al tono directo y “popular” de “Torito”. Esa oscilación puede ser el punto de partida para reconstruir la historia dramática de la circulación de sus libros: quizás ahí se pueda empezar a entender el pasaje del elitismo de “Sur” a la confección de libros objeto (libros de coleccionistas) que se vendían en Buenos Aires para las fiestas.
Sociales. Habría que decir que hay una poética, una sociología y una moral del consumo en Cortázar: de hecho, la relación fundamental que sus personajes mantienen con la sociedad viene de ahí: la única división social que proponen sus textos se ordena sobre una jerarquía basada en el gusto. Los cronopios y los famas son dos categorías de consumidores y en Los premios, novela alegórica que condensa en un barco a toda la sociedad, la clase de los exquisitos (Mediano, Raúl, Paula) se opone a la clase de los mersas (los Presutti, Nora, Lucio).
Los héroes. En última instancia el personaje más representativo (habría que escribir: el héroe) de Cortázar es siempre el exquisito, capaz de distinguir en la maraña de las mercancías el objeto único que en su rareza expresa la calidad espiritual del conocedor que sabe apreciarlo. Porque este consumidor no es un comprador, es un esteta. Cortázar no es Roberto Arlt, en sus novelas se habla de objetos refinados y caros, pero no se habla de dinero. La apropiación es mágica y el gusto es una cualidad espiritual, un don, es decir, una espiritualización de la capacidad adquisitiva.
Costumbrismo metafísico. Escrito hacia 1948, “Las puertas del cielo” define bien esa mirada estética que determina la relación con lo social. La representación del mundo popular está marcada por la distancia y el desprecio, pero también por la fascinación. El protagonista es un cazador de experiencias, una especie de viajero que se interna en el infierno de las clases bajas. Hay una suerte de costumbrismo metafísico que relaciona a Cortázar con otros escritores de su generación (en especial con el Bioy Casares de El sueño de los héroes). El manejo de la lengua hablada, esa entonación oral que es una de las grandes virtudes del relato, representa en el estilo un tipo muy particular de tratamiento del mundo popular que tiene en los cuentos que Borges y Bioy Casares escriben en esos años con el seudónimo de Bustos Domecq su versión más exasperada.
Cabecita negra. “Las puertas del cielo” puede ser leído, por supuesto, como un relato sobre el peronismo. El mismo Cortázar ha reconocido la pertinencia de una lectura política del texto. “Un cuento al que le guardo algún cariño, 'Las puertas del cielo', donde se describen aquellos bailes populares del Palermo Palace, es un cuento reaccionario; eso me lo han dicho ciertos críticos con cierta razón, porque hago allí una descripción de los que se llamaban los 'cabecitas negras' en esa época, que es, en el fondo, muy despectiva; los califico así y hablo incluso de los monstruos, digo 'yo voy de noche ahí a ver a los monstruos'. Ese cuento está hecho sin ningún cariño, sin ningún afecto; es una actitud realmente de antiperonista blanco, frente a la invasión de los 'cabecitas negras' ”.
El otro cielo. Si por un lado el relato expresa a su manera la reacción frente a la presencia de las masas en la sociedad (y en este sentido no es casual que el narrador se apoye en Ortega y Gasset), por otro lado su trama y su resolución fantástica se tejen sobre el extraño encanto que produce el contacto con esa otra realidad. Las relaciones entre el observador refinado que colecciona experiencias (se llame Hardoy, Bruno, Oliveira o Medrano) y los personajes que (como Celina, el Johnny de “El perseguidor”, la Maga o el Atilio Presutti de Los premios) encarnan el mundo elemental y un poco monstruoso de la pasión y de los sentimientos, es uno de los núcleos básicos de la literatura de Cortázar. Ese mundo de los otros, de los monstruos, que invade y destruye el orden, contamina toda la realidad: la fascinación que produce ese contagio es uno de los grandes temas de la ficción de Julio Cortázar.
Marcas. Algún día habrá que hacer el catálogo de los nombres, los lugares y las marcas que circulan por los textos de Cortázar: ese repertorio dibujará, sin duda, los rastros de una compulsión y dejará ver hasta qué punto su obra ha sido siempre fiel a esa pasión avara de apropiarse de la realidad a través del mercado. Desde esta perspectiva la obra de Cortazar podría ser leída como una épica del consumo o, mejor, como la aventura de un explorador experimentado y sagaz que trata de dejar su huella en la selva indiscriminada del mercado capitalista.
Dos trayectos. El movimiento de esa exploración es doble: por un lado es¬ta la búsqueda del objeto exclusivo y secreto que sostiene su valor en la rareza y en la originalidad; por otro lado se trata de descubrir y rescatar ciertos productos populares jerarquizados por su autenticidad y por la dignidad de su leve anacronismo: Xenakis y Rosita Quiroga, Hermann Broch y César Bruto, el gulasch y el mate amargo, el hachís y los particulares livianos. Si una serie es privada, refinada y se construye por acumulación, la otra serie es masiva, “natural” y se construye por selección y descarte. Se trata, en última instancia, de un vaivén entre vanguardia y populismo que puede rastrearse en el movimiento mismo de su escritura: lo que va del estilo “refinado” de “Axolotl” al tono directo y “popular” de “Torito”. Esa oscilación puede ser el punto de partida para reconstruir la historia dramática de la circulación de sus libros: quizás ahí se pueda empezar a entender el pasaje del elitismo de “Sur” a la confección de libros objeto (libros de coleccionistas) que se vendían en Buenos Aires para las fiestas.
Sociales. Habría que decir que hay una poética, una sociología y una moral del consumo en Cortázar: de hecho, la relación fundamental que sus personajes mantienen con la sociedad viene de ahí: la única división social que proponen sus textos se ordena sobre una jerarquía basada en el gusto. Los cronopios y los famas son dos categorías de consumidores y en Los premios, novela alegórica que condensa en un barco a toda la sociedad, la clase de los exquisitos (Mediano, Raúl, Paula) se opone a la clase de los mersas (los Presutti, Nora, Lucio).
Los héroes. En última instancia el personaje más representativo (habría que escribir: el héroe) de Cortázar es siempre el exquisito, capaz de distinguir en la maraña de las mercancías el objeto único que en su rareza expresa la calidad espiritual del conocedor que sabe apreciarlo. Porque este consumidor no es un comprador, es un esteta. Cortázar no es Roberto Arlt, en sus novelas se habla de objetos refinados y caros, pero no se habla de dinero. La apropiación es mágica y el gusto es una cualidad espiritual, un don, es decir, una espiritualización de la capacidad adquisitiva.
Costumbrismo metafísico. Escrito hacia 1948, “Las puertas del cielo” define bien esa mirada estética que determina la relación con lo social. La representación del mundo popular está marcada por la distancia y el desprecio, pero también por la fascinación. El protagonista es un cazador de experiencias, una especie de viajero que se interna en el infierno de las clases bajas. Hay una suerte de costumbrismo metafísico que relaciona a Cortázar con otros escritores de su generación (en especial con el Bioy Casares de El sueño de los héroes). El manejo de la lengua hablada, esa entonación oral que es una de las grandes virtudes del relato, representa en el estilo un tipo muy particular de tratamiento del mundo popular que tiene en los cuentos que Borges y Bioy Casares escriben en esos años con el seudónimo de Bustos Domecq su versión más exasperada.
Cabecita negra. “Las puertas del cielo” puede ser leído, por supuesto, como un relato sobre el peronismo. El mismo Cortázar ha reconocido la pertinencia de una lectura política del texto. “Un cuento al que le guardo algún cariño, 'Las puertas del cielo', donde se describen aquellos bailes populares del Palermo Palace, es un cuento reaccionario; eso me lo han dicho ciertos críticos con cierta razón, porque hago allí una descripción de los que se llamaban los 'cabecitas negras' en esa época, que es, en el fondo, muy despectiva; los califico así y hablo incluso de los monstruos, digo 'yo voy de noche ahí a ver a los monstruos'. Ese cuento está hecho sin ningún cariño, sin ningún afecto; es una actitud realmente de antiperonista blanco, frente a la invasión de los 'cabecitas negras' ”.
El otro cielo. Si por un lado el relato expresa a su manera la reacción frente a la presencia de las masas en la sociedad (y en este sentido no es casual que el narrador se apoye en Ortega y Gasset), por otro lado su trama y su resolución fantástica se tejen sobre el extraño encanto que produce el contacto con esa otra realidad. Las relaciones entre el observador refinado que colecciona experiencias (se llame Hardoy, Bruno, Oliveira o Medrano) y los personajes que (como Celina, el Johnny de “El perseguidor”, la Maga o el Atilio Presutti de Los premios) encarnan el mundo elemental y un poco monstruoso de la pasión y de los sentimientos, es uno de los núcleos básicos de la literatura de Cortázar. Ese mundo de los otros, de los monstruos, que invade y destruye el orden, contamina toda la realidad: la fascinación que produce ese contagio es uno de los grandes temas de la ficción de Julio Cortázar.
José P. Feinmann: El Peronismo, y el nuevo sujeto de la política argentina.
Guía de lectura para el texto de Feinmann:
1. ¿Cuáles son los elementos y las consecuencias de la política de “sustitución de importaciones de la que habla Feinmann?
2. ¿De dónde vienen las nuevas corrientes migratorias?
3. ¿Cuál es el nuevo sujeto que surge en la política argentina entre 1930 y 1940?
4. ¿Por qué Perón se aleja del proyecto económico industrialista de los militares del GOU?
5. ¿Cuál es la posición de la oligarquía terrateniente con respecto a Perón y a sus seguidores?
El Texto.
LOS MIGRANTES: EL NUEVO SUJETO POLÍTICO
La Argentina de 1943 era próspera y se mantenía alejada de las tormentas bélicas que
sacudían a los europeos. La prosperidad había surgido de esas tormentas, como un
fruto inesperado de ellas. Se suele decir: Crisis en la metrópoli-prosperidad en la colonia. O se solía decir. Como sea, lo que el esquema interpretativo dice se centra en que Argentina era una colonia o –sin duda– una semicolonia.
Esto es parte del vocabulario nacionalista. Que, a esta altura, era el vocabulario
que habían pulido los hombres de FORJA (Fuerza de Orientación Radical de la Joven
Argentina). Estas cosas debieran ser largamente conocidas pero sabemos cuánto se ha
retrocedido y sobre todo hasta qué punto el pensamiento del nacionalismo argentino ha
sido sofocado desde la dictadura militar y, muy especialmente, desde el surgimiento de la democracia. Si un joven de hoy supiera que el radicalismo levantó las banderas del nacionalismo popular se sorprendería. ¿Alguna vez el radicalismo habló de patria, colonia, coloniaje, imperialismo, soberanía popular, soberanía nacional? ¿No es ése el lenguaje pedestre y vulgar del peronismo populista?
¿No sabemos desde Alfonsín en adelante y desde las cátedras que respaldaron su gestión que la patria es la república, el pueblo el ciudadano, el Estado autoritario y toda la otra jerga cosa de peronistas nostálgicos?
No, y no podemos detenernos mucho en esto ni siquiera solucionarlo: se ha avanzado en exceso y posiblemente sea ya tarde, imposible o –lo peor– innecesario.
Si alguien quiere saber un par de cosas sobre ese grupo de jóvenes radicales (todos
antipersonalistas, antialvearistas, yrigoyenistas) puede leer algún libro de Hernández Arregui o Arturo Jauretche.
Ahora –luego de la fiesta democrática o la fiesta menemista– han aparecido (otra vez) algunos. Volvemos: hablábamos de la prosperidad argentina de 1943. Durante la década del treinta alguien –célebremente– había dicho que la Argentina era la joya más preciada de la corona británica. Cuando la corona británica vive estragada por la guerra, la joya más preciada tiene que abastecerse a sí misma. A esto se le llama “sustitución de importaciones”. Se sigue exportando hacia la metrópoli en desdicha lo que ya se exportaba y no hay otra salida más que incurrir en una política
industrialista. Fabricar en casa lo que nos venía de afuera. A esto –dijimos– se le llama sustituir importaciones. Todo proceso de producción genera empleos, dado que necesita obreros.
Los obreros trabajan y cobran sus sueldos. Con esos sueldos consumen, algo que no sabían. Al consumir aumenta la producción fabril. Esa producción tiene asiento en las ciudades. Las que empiezan a llenarse de fábricas. Los peones del interior reciben la noticia. Hacen su bagayito y se van para la ciudad. Llegan y encuentran trabajo en seguida. La industria le quita hombres al campo. Nacen las primeras
villas miseria. Pero son fruto de un desarrollo que beneficia a los nuevos obreros. Ya tienen trabajo, pronto tendrán hogar. Por ahora, la villa. Pero hay un horizonte: lo dibuja el humo de algunas chimeneas, el ruido de los tornos, el rechinar de las máquinas. Avellaneda, Munro, Berisso, ¡cuántos tallercitos aparecen por ahí! El tallercito crece y es ahora una fábrica. Los obreros ganan su dinero y de a poco salen de la villa hacia una vivienda escueta pero digna y siempre provisoria, porque el trabajo tiene eso: le da al obrero la certidumbre del futuro, el esfuerzo dará sus frutos. Esto venía ocurriendo desde al menos 1935. Cada vez con mayor intensidad.
La década –políticamente– era ultrajante, una burla a los derechos civiles de los
pobres. Era la década del fraude conservador. De los caudillos comiteriles. De Alberto Barceló.
De Juan Nicolás Ruggiero (Ruggierito). De los que les decían a los humildes: “Vos ya
votaste”. Alguien le puso un nombre que perduró: Década infame. Ahí surge FORJA.
Los jóvenes radicales. Buenos tipos, talentosos: Homero Manzi, Scalabrini Ortiz, Arturo Jauretche. Sin estar en FORJA, desde otras zonas, Roberto Arlt y Enrique Santos Discépolo narraron esos tiempos. La cuestión es ésta: previa al golpe de 1943 la Argentina se ponía próspera, había trabajo, nacían industrias y –¡aquí viene el sujeto!– un proletariado nuevo, joven, hecho de hombres que habían apenas dejado atrás la vida triste del peón, llegaba a las ciudades. Era los migrantes internos. Los que Eva Perón habrá de llamar “mis grasitas”. Los que serán apodados “cabecitas negras”. Por el pelo negro, cortón y áspero. Los tipos de las zapatillas. No tienen experiencia sindical alguna. ¿Quién habrá de darles cobertura política? ¿Quién los descubrirá como lo que eran: el sujeto nuevo de la nueva sociedad argentina? ¿Qué interpretación de la historia nacional e internacional era necesario poseer para poder verlos? Porque se trataba de eso: de verlos. Como en el arte, como en la narrativa o la pintura o la música se trata de eso: de ver lo nuevo. A veces, en el arte, ver lo nuevo es ver que no hay nada nuevo, que la vanguardia es insistir con lo que ya está porque aún restan ahí posibilidades inéditas. Pero, en la Argentina
de 1943, había un nuevo sujeto. Nada menos que eso: una clase social reclamaba un
nuevo protagonismo. Requería que alguien viera que estaba ahí, que había llegado del
campo, que había llenado las villas, que había salido de ellas, que llenaba las fábricas, que consumía, empezaba a ir al cine, a comer mejor, a vestirse con alguna dignidad. Era el joven proletariado. Los migrantes internos. No sabían nada de la guerra europea o, si lo sabían, no les importaba. No entendían qué era eso. Europa era lo infinitamente lejano. Si alguien les decía “Europa” casi no tenían a
qué referir la palabra. Sabían algo: ellos no eran “Europa”. “Europa” podía ser, acaso, la riqueza, lejanamente la cultura o el abecedario, el saber leer. Y era “la guerra”. Algo que apenas podían imaginar. Buscaban sobrevivir. Habían dado el primer paso: escaparle al patrón de la estancia feudal y expoliadora. Llegar a la ciudad.
Y, para colmar la dicha, trabajar. Apenas sabían que había, para ellos, sindicatos. Que tenían derechos políticos. Que, en algún momento, deberían votar. Nada de esto los atraía. No encontraban “dónde” poner esas cosas. No encontraban un partido político que los convocara, que supiera hablarles. Los sindicalistas tradicionales
tenían para ellos las únicas palabras que tenían y que honestamente les entregaban, pero esas palabras eran tan tradicionales como ellos.
“Socialismo”, “comunismo”, “anarquismo” no decían mucho para un cabecita negra del ’43. Tampoco la palabra “líder” les era cercana. Eso fue, sin embargo, lo que encontraron: un líder.
También el líder los encontró a ellos. Porque los buscó.
LOS DEL GOU
El 4 de junio es el día del golpe militar. Ese Ejército que sale a las calles tiene unos cascos que (sobre todo vistos desde hoy, en algunos noticiosos de la época) apestan de tanto que se parecen a los de los soldados alemanes. Era así: esos militares nacionalistas se habían educado con los textos de los grandes teóricos prusianos de la guerra. Sobre todo con Karl von Clausewitz. De esa ciencia se nutrieron los hombres del golpe del ’43. Había entre ellos un tipo raro. No tenía el
berretín de la siderurgia como sus compañeros de armas. Los hombres del GOU, en efecto, eran industrialistas. Buscaban la industria pesada. Se morían por los Altos Hornos. El tipo raro, no. Su berretín era la clase obrera. Los migrantes internos.
Los negritos que llegaban sin cesar a la ciudad. Cuando sus compañeros le preguntaron qué quería contestó algo que sorprendió a todos: el Departamento de Trabajo, pronto trastrocado en Secretaría de Trabajo y Previsión. Los del GOU se
asombraron y hasta sonrieron con cierto desdén: ¿qué le dio a Perón? (Así se llamaba el tipo raro; que era raro, desde el vamos, por el puesto que pidió.) ¿La Secretaría de Trabajo y Previsión? ¿Y qué podía hacer desde ahí?
Hablar con los migrantes. Saludar a los negritos. Sonreírles. El coronel tenía una sonrisa que ni la de Gardel. Cincuentón, pintonazo, entrador. Usaba un lenguaje pintoresco. Rosas le explicaba a Santiago Varela, representante del Uruguay, que se había tenido que hacer gaucho para ganarse el favor de esa clase, de esos hombres
de la pampa. Perón les pone el cuerpo a los obreros. Les habla con palabras de ellos o decididamente nuevas. O no tanto: venían de FORJA, del radicalismo antialvearista. Dice Década Infame, cipayos, vendepatrias, semicolonia, explotación. Llama compañeros y muchachos a sus amigos, contras a sus enemigos, bolichero al comerciante, peliagudo a lo difícil, queso a lo que ambicionan los políticos, cuento chino a la mentira, pan comido a lo fácil, bosta de oveja a lo indefinido.
La situación es así: tenemos que analizar el proceso de construcción de poder al que se entrega Perón. Aquí, las categorías de “bueno” o de “malo” son insustanciales. Se trata de un análisis despojado de juicios morales. Los actores sociales de esa coyuntura histórica eran los siguientes: A) La oligarquía. Era aliadófila. La aliadofilia fue el gran obstáculo para descubrir al nuevo sujeto político de la etapa. Ser aliadófilo era mirar hacia Europa. La suerte del entero mundo
se jugaba ahí: las democracias occidentales enfrentaban al Eje y de su triunfo dependía el futuro de la Humanidad. La oligarquía, además, no necesitaba descubrir al nuevo sujeto político. Lo había explotado en sus estancias. Ahora se le aparecía en las ciudades. Fue –como más tarde se dijo– un aluvión. Traducido al presente, a
nuestra historicidad de hoy, a la oligarquía de los cuarenta le pasó lo que quieren evitar los porteños de hoy: que la chusma se les venga encima. Y no sólo los porteños: los ciudadanos de las grandes orbes del mundo también. Los parisinos que eligen a Sarkozy le requieren dureza con los musulmanes (aunque tengan tres
generaciones de franceses detrás), dureza con la Banlieue, con la periferia, con la negritud que los rodea, con la barbarie. También el Muro de Bush cumple esa función: que los desastrados del mundo no vengan a comer de nuestro propio plato. Hay un temor de las ciudades y es un temor viejo, añoso: la invasión de los bárbaros.
La oligarquía de los cuarenta mal podía elegir a sus peones súbitamente urbanizados como su sujeto político porque los odiaba. Los recibía con temor. Habría deseado mantenerlos bajo la égida del capataz, comprando víveres en el almacén de sus patrones, no con dinero sino con vales, con indignas papeletas. Ahora estaban aquí. Les violaban la ciudad. Esta oligarquía era, además, racista. Para la “negrada” sólo tenía un desdén patronal y racial. Desde esta óptica –aunque, es cierto, Perón trajo a muchos nazis– el peronismo careció del elemento esencial del nacionalsocialismo: el racismo biologista. El que recibió al “diferente”, al racialmente detestado,
denigrado, fue Perón. No le molestó la “negrada”.
La Sociedad Rural, en cambio, se comportaba con ellos como Alfred Rosenberg con los
judíos. En agosto de 1944, ante una consulta que sobre salarios le hace la Secretaría de Trabajo y Previsión, responde: “En la fijación de salarios es primordial determinar el estándar de vida del peón común. Son a veces tan limitadas sus necesidades materiales que un remanente trae destinos socialmente poco interesantes. Últimamente se ha visto en la zona maicera entorpecerse la recolección debido a que con la abundancia del cereal y el buen jornal por bolsa, resultaba que con pocos días de trabajo se daban por satisfechos, holgando los demás” (Nota: Anales de la Sociedad Rural, agosto de 1944, cursivas nuestras). En resumen: al nuevo sujeto que asomaba en la escena política de la urbe portuaria la oligarquía creía conocerlo bien: venía del campo, era racialmente inferior y apenas juntaba
unos pesos se dedicaba a la holganza. Un pésimo encuadre para captar su adhesión.
1. ¿Cuáles son los elementos y las consecuencias de la política de “sustitución de importaciones de la que habla Feinmann?
2. ¿De dónde vienen las nuevas corrientes migratorias?
3. ¿Cuál es el nuevo sujeto que surge en la política argentina entre 1930 y 1940?
4. ¿Por qué Perón se aleja del proyecto económico industrialista de los militares del GOU?
5. ¿Cuál es la posición de la oligarquía terrateniente con respecto a Perón y a sus seguidores?
El Texto.
LOS MIGRANTES: EL NUEVO SUJETO POLÍTICO
La Argentina de 1943 era próspera y se mantenía alejada de las tormentas bélicas que
sacudían a los europeos. La prosperidad había surgido de esas tormentas, como un
fruto inesperado de ellas. Se suele decir: Crisis en la metrópoli-prosperidad en la colonia. O se solía decir. Como sea, lo que el esquema interpretativo dice se centra en que Argentina era una colonia o –sin duda– una semicolonia.
Esto es parte del vocabulario nacionalista. Que, a esta altura, era el vocabulario
que habían pulido los hombres de FORJA (Fuerza de Orientación Radical de la Joven
Argentina). Estas cosas debieran ser largamente conocidas pero sabemos cuánto se ha
retrocedido y sobre todo hasta qué punto el pensamiento del nacionalismo argentino ha
sido sofocado desde la dictadura militar y, muy especialmente, desde el surgimiento de la democracia. Si un joven de hoy supiera que el radicalismo levantó las banderas del nacionalismo popular se sorprendería. ¿Alguna vez el radicalismo habló de patria, colonia, coloniaje, imperialismo, soberanía popular, soberanía nacional? ¿No es ése el lenguaje pedestre y vulgar del peronismo populista?
¿No sabemos desde Alfonsín en adelante y desde las cátedras que respaldaron su gestión que la patria es la república, el pueblo el ciudadano, el Estado autoritario y toda la otra jerga cosa de peronistas nostálgicos?
No, y no podemos detenernos mucho en esto ni siquiera solucionarlo: se ha avanzado en exceso y posiblemente sea ya tarde, imposible o –lo peor– innecesario.
Si alguien quiere saber un par de cosas sobre ese grupo de jóvenes radicales (todos
antipersonalistas, antialvearistas, yrigoyenistas) puede leer algún libro de Hernández Arregui o Arturo Jauretche.
Ahora –luego de la fiesta democrática o la fiesta menemista– han aparecido (otra vez) algunos. Volvemos: hablábamos de la prosperidad argentina de 1943. Durante la década del treinta alguien –célebremente– había dicho que la Argentina era la joya más preciada de la corona británica. Cuando la corona británica vive estragada por la guerra, la joya más preciada tiene que abastecerse a sí misma. A esto se le llama “sustitución de importaciones”. Se sigue exportando hacia la metrópoli en desdicha lo que ya se exportaba y no hay otra salida más que incurrir en una política
industrialista. Fabricar en casa lo que nos venía de afuera. A esto –dijimos– se le llama sustituir importaciones. Todo proceso de producción genera empleos, dado que necesita obreros.
Los obreros trabajan y cobran sus sueldos. Con esos sueldos consumen, algo que no sabían. Al consumir aumenta la producción fabril. Esa producción tiene asiento en las ciudades. Las que empiezan a llenarse de fábricas. Los peones del interior reciben la noticia. Hacen su bagayito y se van para la ciudad. Llegan y encuentran trabajo en seguida. La industria le quita hombres al campo. Nacen las primeras
villas miseria. Pero son fruto de un desarrollo que beneficia a los nuevos obreros. Ya tienen trabajo, pronto tendrán hogar. Por ahora, la villa. Pero hay un horizonte: lo dibuja el humo de algunas chimeneas, el ruido de los tornos, el rechinar de las máquinas. Avellaneda, Munro, Berisso, ¡cuántos tallercitos aparecen por ahí! El tallercito crece y es ahora una fábrica. Los obreros ganan su dinero y de a poco salen de la villa hacia una vivienda escueta pero digna y siempre provisoria, porque el trabajo tiene eso: le da al obrero la certidumbre del futuro, el esfuerzo dará sus frutos. Esto venía ocurriendo desde al menos 1935. Cada vez con mayor intensidad.
La década –políticamente– era ultrajante, una burla a los derechos civiles de los
pobres. Era la década del fraude conservador. De los caudillos comiteriles. De Alberto Barceló.
De Juan Nicolás Ruggiero (Ruggierito). De los que les decían a los humildes: “Vos ya
votaste”. Alguien le puso un nombre que perduró: Década infame. Ahí surge FORJA.
Los jóvenes radicales. Buenos tipos, talentosos: Homero Manzi, Scalabrini Ortiz, Arturo Jauretche. Sin estar en FORJA, desde otras zonas, Roberto Arlt y Enrique Santos Discépolo narraron esos tiempos. La cuestión es ésta: previa al golpe de 1943 la Argentina se ponía próspera, había trabajo, nacían industrias y –¡aquí viene el sujeto!– un proletariado nuevo, joven, hecho de hombres que habían apenas dejado atrás la vida triste del peón, llegaba a las ciudades. Era los migrantes internos. Los que Eva Perón habrá de llamar “mis grasitas”. Los que serán apodados “cabecitas negras”. Por el pelo negro, cortón y áspero. Los tipos de las zapatillas. No tienen experiencia sindical alguna. ¿Quién habrá de darles cobertura política? ¿Quién los descubrirá como lo que eran: el sujeto nuevo de la nueva sociedad argentina? ¿Qué interpretación de la historia nacional e internacional era necesario poseer para poder verlos? Porque se trataba de eso: de verlos. Como en el arte, como en la narrativa o la pintura o la música se trata de eso: de ver lo nuevo. A veces, en el arte, ver lo nuevo es ver que no hay nada nuevo, que la vanguardia es insistir con lo que ya está porque aún restan ahí posibilidades inéditas. Pero, en la Argentina
de 1943, había un nuevo sujeto. Nada menos que eso: una clase social reclamaba un
nuevo protagonismo. Requería que alguien viera que estaba ahí, que había llegado del
campo, que había llenado las villas, que había salido de ellas, que llenaba las fábricas, que consumía, empezaba a ir al cine, a comer mejor, a vestirse con alguna dignidad. Era el joven proletariado. Los migrantes internos. No sabían nada de la guerra europea o, si lo sabían, no les importaba. No entendían qué era eso. Europa era lo infinitamente lejano. Si alguien les decía “Europa” casi no tenían a
qué referir la palabra. Sabían algo: ellos no eran “Europa”. “Europa” podía ser, acaso, la riqueza, lejanamente la cultura o el abecedario, el saber leer. Y era “la guerra”. Algo que apenas podían imaginar. Buscaban sobrevivir. Habían dado el primer paso: escaparle al patrón de la estancia feudal y expoliadora. Llegar a la ciudad.
Y, para colmar la dicha, trabajar. Apenas sabían que había, para ellos, sindicatos. Que tenían derechos políticos. Que, en algún momento, deberían votar. Nada de esto los atraía. No encontraban “dónde” poner esas cosas. No encontraban un partido político que los convocara, que supiera hablarles. Los sindicalistas tradicionales
tenían para ellos las únicas palabras que tenían y que honestamente les entregaban, pero esas palabras eran tan tradicionales como ellos.
“Socialismo”, “comunismo”, “anarquismo” no decían mucho para un cabecita negra del ’43. Tampoco la palabra “líder” les era cercana. Eso fue, sin embargo, lo que encontraron: un líder.
También el líder los encontró a ellos. Porque los buscó.
LOS DEL GOU
El 4 de junio es el día del golpe militar. Ese Ejército que sale a las calles tiene unos cascos que (sobre todo vistos desde hoy, en algunos noticiosos de la época) apestan de tanto que se parecen a los de los soldados alemanes. Era así: esos militares nacionalistas se habían educado con los textos de los grandes teóricos prusianos de la guerra. Sobre todo con Karl von Clausewitz. De esa ciencia se nutrieron los hombres del golpe del ’43. Había entre ellos un tipo raro. No tenía el
berretín de la siderurgia como sus compañeros de armas. Los hombres del GOU, en efecto, eran industrialistas. Buscaban la industria pesada. Se morían por los Altos Hornos. El tipo raro, no. Su berretín era la clase obrera. Los migrantes internos.
Los negritos que llegaban sin cesar a la ciudad. Cuando sus compañeros le preguntaron qué quería contestó algo que sorprendió a todos: el Departamento de Trabajo, pronto trastrocado en Secretaría de Trabajo y Previsión. Los del GOU se
asombraron y hasta sonrieron con cierto desdén: ¿qué le dio a Perón? (Así se llamaba el tipo raro; que era raro, desde el vamos, por el puesto que pidió.) ¿La Secretaría de Trabajo y Previsión? ¿Y qué podía hacer desde ahí?
Hablar con los migrantes. Saludar a los negritos. Sonreírles. El coronel tenía una sonrisa que ni la de Gardel. Cincuentón, pintonazo, entrador. Usaba un lenguaje pintoresco. Rosas le explicaba a Santiago Varela, representante del Uruguay, que se había tenido que hacer gaucho para ganarse el favor de esa clase, de esos hombres
de la pampa. Perón les pone el cuerpo a los obreros. Les habla con palabras de ellos o decididamente nuevas. O no tanto: venían de FORJA, del radicalismo antialvearista. Dice Década Infame, cipayos, vendepatrias, semicolonia, explotación. Llama compañeros y muchachos a sus amigos, contras a sus enemigos, bolichero al comerciante, peliagudo a lo difícil, queso a lo que ambicionan los políticos, cuento chino a la mentira, pan comido a lo fácil, bosta de oveja a lo indefinido.
La situación es así: tenemos que analizar el proceso de construcción de poder al que se entrega Perón. Aquí, las categorías de “bueno” o de “malo” son insustanciales. Se trata de un análisis despojado de juicios morales. Los actores sociales de esa coyuntura histórica eran los siguientes: A) La oligarquía. Era aliadófila. La aliadofilia fue el gran obstáculo para descubrir al nuevo sujeto político de la etapa. Ser aliadófilo era mirar hacia Europa. La suerte del entero mundo
se jugaba ahí: las democracias occidentales enfrentaban al Eje y de su triunfo dependía el futuro de la Humanidad. La oligarquía, además, no necesitaba descubrir al nuevo sujeto político. Lo había explotado en sus estancias. Ahora se le aparecía en las ciudades. Fue –como más tarde se dijo– un aluvión. Traducido al presente, a
nuestra historicidad de hoy, a la oligarquía de los cuarenta le pasó lo que quieren evitar los porteños de hoy: que la chusma se les venga encima. Y no sólo los porteños: los ciudadanos de las grandes orbes del mundo también. Los parisinos que eligen a Sarkozy le requieren dureza con los musulmanes (aunque tengan tres
generaciones de franceses detrás), dureza con la Banlieue, con la periferia, con la negritud que los rodea, con la barbarie. También el Muro de Bush cumple esa función: que los desastrados del mundo no vengan a comer de nuestro propio plato. Hay un temor de las ciudades y es un temor viejo, añoso: la invasión de los bárbaros.
La oligarquía de los cuarenta mal podía elegir a sus peones súbitamente urbanizados como su sujeto político porque los odiaba. Los recibía con temor. Habría deseado mantenerlos bajo la égida del capataz, comprando víveres en el almacén de sus patrones, no con dinero sino con vales, con indignas papeletas. Ahora estaban aquí. Les violaban la ciudad. Esta oligarquía era, además, racista. Para la “negrada” sólo tenía un desdén patronal y racial. Desde esta óptica –aunque, es cierto, Perón trajo a muchos nazis– el peronismo careció del elemento esencial del nacionalsocialismo: el racismo biologista. El que recibió al “diferente”, al racialmente detestado,
denigrado, fue Perón. No le molestó la “negrada”.
La Sociedad Rural, en cambio, se comportaba con ellos como Alfred Rosenberg con los
judíos. En agosto de 1944, ante una consulta que sobre salarios le hace la Secretaría de Trabajo y Previsión, responde: “En la fijación de salarios es primordial determinar el estándar de vida del peón común. Son a veces tan limitadas sus necesidades materiales que un remanente trae destinos socialmente poco interesantes. Últimamente se ha visto en la zona maicera entorpecerse la recolección debido a que con la abundancia del cereal y el buen jornal por bolsa, resultaba que con pocos días de trabajo se daban por satisfechos, holgando los demás” (Nota: Anales de la Sociedad Rural, agosto de 1944, cursivas nuestras). En resumen: al nuevo sujeto que asomaba en la escena política de la urbe portuaria la oligarquía creía conocerlo bien: venía del campo, era racialmente inferior y apenas juntaba
unos pesos se dedicaba a la holganza. Un pésimo encuadre para captar su adhesión.
Saturday, February 27, 2010
Galeano: Historia de la muerte temprana
Guía de lectura para “Historia de la muerte temprana”, de Galeano.
1. ¿Qué relación establece el autor entre la América recién independizada y la potencia económica de Inglaterra?
2. ¿Qué ocurre con el comercio textil en México, Chile, Bolivia y Brasil?
3. ¿Cuál es el proyecto económico de Lucas Alamán en México? ¿Cuáles son las razones de su fracaso?
4. ¿Cuál es el proyecto económico de Rosas en Argentina, y por qué fracasa?
5. ¿Cuál es el proyecto económico de Solano López en Paraguay? ¿Qué relación existe entre las ideas económicas de Solano López y la Guerra de la Triple Alianza?
El Texto
EL DESARROLLO ES UN VIAJE CON MÁS NÁUFRAGOS QUE NAVEGANTES
HISTORIA DE LA MUERTE TEMPRANA
Los barcos británicos de guerra saludaban la independencia desde el río.
En 1823, George Canning, cerebro del Imperio británico, estaba celebrando sus triunfos universales. El encargado de negocios de Francia tuvo que soportar la humillación de este brindis: «Vuestra sea la gloria del triunfo, seguida por el desastre y la ruina; nuestro sea el tráfico sin gloria de la industria y la prosperidad siempre creciente... La edad de la caballería ha pasado; y la ha sucedido una edad de economistas y calculadores». Londres vivía el principio de una larga fiesta; Napoleón había sido definitivamente derrotado algunos años atrás, y la era de la Pax Britannica se abría sobre el mundo. En América Latina, la independencia había remachado a perpetuidad el poder de los dueños de la tierra y de los comerciantes enriquecidos, en los puertos, a costa de la anticipada ruina de los países nacientes. Las antiguas colonias españolas, y también Brasil, eran mercados ávidos para los tejidos ingleses y las libras esterlinas al tanto por ciento. Canning no se equivocaba al escribir, en 1824: «La cosa está hecha; el clavo está en puesto, Hispanoamérica es libre; y si nosotros no desgobernamos tristemente nuestros asuntos, es inglesa». La máquina de vapor, el telar mecánico y el perfeccionamiento de la máquina de tejer habían hecho madurar vertiginosamente la revolución industrial en Inglaterra. Se multiplicaban las fábricas y los bancos; los motores de combustión interna habían modernizado la navegación y muchos grandes buques navegaban hacia los cuatro puntos cardinales universalizando la expansión industrial inglesa. La economía británica pagaba con tejidos de algodón los cueros del río de la Plata, el guano y el nitrato de Perú, el cobre de Chile, el azúcar de Cuba, el café de Brasil. Las exportaciones industriales, los fletes, los seguros, los intereses de los préstamos y las utilidades de las inversiones alimentarían, a lo largo de todo el siglo XX, la pujante prosperidad de Inglaterra. En realidad, antes de las guerras de independencia ya los ingleses controlaban buena parte del comercio legal entre España y sus colonias, y habían arrojado a las costas de América Latina un caudaloso y persistente flujo de mercaderías de contrabando. El tráfico de esclavos brindaba una pantalla eficaz para el comercio clandestino, aunque al fin y al cabo también las aduanas registraban, en toda América Latina, una abrumadora mayoría de productos que no provenían de España. El monopolio español no había existido, en los hachos, nunca: «... la colonia ya estaba perdida para la metrópoli mucho antes de 1810, y la revolución no representó más que un reconocimiento político de semejante estado de cosas». Las tropas británicas habían conquistado Trinidad en el Caribe, al precio de una sola baja, pero el comandante de la expedición, sir Ralph Abercromby, estaba convencido de que no serían fáciles otras conquistas militares en la América hispánica. Poco después, fracasaron las invasiones inglesas en el Río de la Plata. La derrota dio fuerzas a la opinión de Abercromby sobre la ineficacia de las expediciones armadas y el turno histórico de los diplomáticos, los mercaderes y los barqueros: un nuevo orden liberal en las colonias españolas ofrecería a Gran Bretaña la oportunidad de abarcar las nueve décimas partes del comercio de la América española. La fiebre de la independencia hervía en tierras hispanoamericanas. A partir de 1810 Londres aplicó una política zigzagueante y dúplice, cuyas fluctuaciones obedecieron a la necesidad de favorecer el comercio inglés, impedir que América Latina pudiera caer en manos norteamericanas o francesas y prevenir una posible infección de jacobinismo en los nuevos países que nacían a la libertad. Cuando se constituyó la Junta Revolucionaria en Buenos Aires, el 25 de mayo de 1810, una salva de cañonazos de los buques británicos de guerra la saludó desde el río. El capitán del barco Mutine pronunció, en nombre de Su Majestad, un inflamado discurso: el júbilo invadía los corazones británicos.
Buenos Aires demoró apenas tres días en eliminar ciertas prohibiciones que dificultaran el comercio con extranjeros; doce días después, redujo del 50 por ciento al 7,5 por ciento los impuestos que gravaban las ventas al exterior de los cueros y el sebo. Habían pasado seis semanas desde el 25 de mayo cuando se dejó sin efecto la prohibición de exportar el oro y la plata en monedas, de modo que pudieran fluir a Londres sin inconvenientes. En septiembre de 1811, un triunvirato reemplazó a la Junta como autoridad gobernante: fueron nuevamente reducidos, y en algunos casos abolidos, los impuestos a la exportación y a la importación. A partir de 1813, cuando la Asamblea se declaró autoridad soberana, los comerciantes extranjeros quedaron exonerados de la obligación de vender sus mercancías a través de los comerciantes nativos: «El comercio se hizo en verdad libre». Ya en 1812, algunos comerciantes británicos comunicaban al Foreing Office: «Hemos logrado... reemplazar con éxito los tejidos alemanes y franceses». Habían reemplazado, también, la producción de los tejedores argentinos, estrangulados por el puerto librecambista, y el mismo proceso se registró, con variantes, en otras regiones de América Latina. De Yorkshire y de Lancashire, de los Cheviots y Gales, brotaban sin cesar artículos de algodón y de lana, de hierro y de cuero, de madera y porcelana. Los telares de Manchester, las ferreteras de Sheffield, las alfarerías de Worcester y Staffordshire, inundaron los mercados latinoamericanos. El comercio libre enriquecía a los puertos que vivían de la exportación y elevaba a los cielos el nivel de despilfarro de las oligarquías ansiosas por disfrutar de todo el lujo que el mundo ofrecía, pero arruinaba las incipientes manufacturas locales y frustraba la expansión del mercado interno. Las industrias domésticas, precarias y de muy bajo nivel técnico, habían surgido en el mundo colonial a pesar de las prohibiciones de la metrópoli y conocieron un auge, en vísperas de la independencia, como consecuencia del aflojamiento de los lazos opresores de España y de las dificultades de abastecimiento que la guerra europea provocó. En los primeros años del siglo XIX, los talleres estaban resucitando, después de los mortíferos efectos de la disposición que el rey había adoptado, en 1718, para autorizar el comercio libre entre los puertos de España y América. Un alud de mercaderías extranjeras había aplastado las manufacturas textiles y la producción colonial de alfarería y objetos de metal, y los artesanos no contaron con muchos años para reponerse del golpe: la independencia abrió del todo las puertas a la libre competencia de la industria ya desarrollada en Europa. Los vaivenes posteriores en las políticas aduaneras de los gobiernos de la independencia generarían sucesivas muertes y despertares de las manufacturas criollas, sin la posibilidad de un desarrollo sostenido en el tiempo.
Las dimensiones del infanticidio industrial.
Cuando nacía el siglo XIX, Alexander von Humboldt calculó el valor de la producción manufacturera de México en unos siete u ocho millones de pesos, de los que la mayor parte correspondía a los obrajes textiles. Los talleres especializados elaboraron paños, telas de algodón y lienzos; más de doscientos telares ocupaban, en Querpetano, a mil quinientos obreros, y en Puebla trabajaban mil doscientos tejedores de algodón. En Perú, los toscos productos de la colonia no alcanzaron nunca la perfección de los tejidos indígenas anteriores a la llegada de Pizarro, «pero su importancia económica fue, en cambio, muy grande». La industria reposaba sobre el trabajo forzado de los indios, encarcelados en los talleres desde antes que aclarara el día hasta muy entrada la noche. La independencia aniquiló el precario desarrollo alcanzado. En Ayacucho, Cacamoa, Tarma, los obrajes eran de magnitud considerable. El pueblo entero de Pacaicasa, hoy muerto, «formaba un solo y vasto establecimiento de telares con más de mil obreros», dice Romero en su obra: Paucarcolla, que abastecía de frazadas de lana una región muy vasta, está desapareciendo «y actualmente no existe allí ni una sola fábrica». En Chile, una de las más apartadas posesiones españolas, el aislamiento favoreció el desarrollo de una actividad industrial incipiente desde los albores mismos de la vida colonial. Había hilanderías, tejedurías, curtiembres; las jarcias chilenas proveían a todos los navíos del Mar del Sur: se fabricaban artículos de metal, desde alambiques y cañones hasta alhajas, vajilla fina y relojes; se construían embarcaciones y vehículos. También en Brasil los obrajes textiles y metalúrgicos que venían ensayando, desde el siglo XVIII, sus modestos primeros pasos, fueron arrasados por las importaciones extranjeras.
Ambas actividades manufactureras habían conseguido prosperar en medida considerable a pesar de los obstáculos impuestos por el pacto colonial con Lisboa, pero desde 1807, la monarquía portuguesa, establecida en Río de Janeiro, ya no era más que un juguete en manos británicas, y el poder de Londres tenía otra fuerza. «Hasta la apertura de los puertos, las deficiencias del comercio portugués habían obrado como barrera protectora de una pequeña industria local –dice Caio Prado Júnior-; pobre industria artesana, es verdad, pero asimismo suficiente para satisfacer una parte del consumo interno. Esta pequeña industria no podrá sobrevivir a la libre competencia extranjera, aún en los más insignificantes productos». Bolivia era el centro textil más importante del virreinato rioplatense. En Cochabamba había, al filo del siglo, ochenta mil personas dedicadas a la fabricación de lienzos de algodón, paños y manteles, según el testimonio del intendente Francisco de Viedma. En Oruro y La Paz también habían surgido obrajes que, junto con los de Cochabamba, brindaban mantas, ponchos y bayetas muy resistentes a la población las tropas de línea del ejército y las guarniciones de frontera. Desde Mojos, Chiquitos y Guarayos provenían finísimas telas de lino y de algodón, sombreros de paja, vicuña o carnero y cigarros de hoja. «Todas estas industrias han desaparecido ante la competencia de artículos similares extranjeros...», comprobaba, sin mayor tristeza, un volumen dedicado a Bolivia en el primer centenario de su independencia». El Litoral de Argentina era la región más atrasada y menos poblada del país, antes de que la independencia trasladara a Buenos Aires, en perjuicio de las provincias mediterráneas, el centro de gravedad de la vida económica y política. A principios del siglo XIX, apenas la décima parte de la población argentina residía en Buenos Aires, Santa Fe o Entre Ríos. Con ritmo lento y por medios rudimentarios se había desarrollado una industria nativa en las regiones del centro y el norte, mientras que en el Litoral no existían, según decía en 1795 el procurador Larramendi, «ningún arte ni manufactura». En Tucumán y Santiago del Estero, que actualmente son pozos de subdesarrollo, florecían los talleres textiles, que fabricaban ponchos de tres clases distintas, y se producían en otros talleres excelentes carretas y cigarros y cigarrillos, cueros y suelas. De Catamarca nacían lienzos de todo tipo, paños finos, bayetillas de algodón negro para que usaran los clérigos; Córdoba fabricaba más de setenta mil ponchos, veinte mil frazadas y cuarenta mil varas de bayeta por año, zapatos y artículos de cuero, cinchas y vergas, tapetados y cordobanes. Las curtiembres y talabarterías más importantes estaban en Corrientes. Eran famosos los finos sillones de Salta. Mendoza producía entre dos y tres millones de litros de vino por año, en nada inferiores a los de Andalucía, y San Juan destilaba 350 mil litros anuales de aguardiente. Mendoza y San Juan formaban «la garganta del comercio» entre el Atlántico y el Pacífico en América del Sur. Los agentes comerciales de Manchester, Glasgow y Liverpool recorrieron Argentina y copiaron los modelos de los ponchos santiagueños y cordobeses y de los artículos de cuero de Corrientes, además de los estribos de palo dados vuelta «al uso del país». Los ponchos argentinos valían siete pesos; los de Yokshire, tres. La industria textil más desarrollada del mundo triunfaba al galope sobre las tejedurías nativas, y otro tanto ocurría en la producción de botas, espuelas, rejas, frenos y hasta clavos. La miseria asoló las provincias interiores argentinas, que pronto alzaron lanzas contra la dictadura del puerto de Buenos Aires. Los principales mercaderes (Escalada, Belgrano, Pueyrredón, Vieytes, Las Heras, Cerviño) habían tomado el poder arrebatado a España y el comercio les brindaba la posibilidad de comprar sedas y cuchillos ingleses, paños finos de Louviers, encajes de Flandes, sables suizos, ginebra holandesa, jamones de Westfalia y habanos de Hamburgo. A cambio, la Argentina exportaba cueros, sebo, huesos, carne salada, y los ganaderos de la provincia de Buenos Aires extendían sus mercados gracias al comercio libre. El cónsul inglés en el Plata, Woodbine Parish, describía en 1837 a un recio gaucho de las pampas: «Tómese todas las piezas de su ropa, examínese todo lo que lo rodea y exceptuando lo que sea de cuero, ¿qué cosa habrá que no sea inglesa? Si su mujer tiene una pollera, hay diez posibilidades contra una que sea manufactura de Manchester. La caldera u olla en que cocina, la taza de loza ordinaria en la que come, su cuchillo, sus espuelas, el freno, el poncho que lo cubre, todos son efectos llevados de Inglaterra». Argentina recibía de Inglaterra hasta las piedras de las veredas.
Aproximadamente por la misma época, James Watson Webb, embajador de los Estados Unidos en Río de Janeiro, relataba: «En todas las haciendas del Brasil, los amos y sus esclavos se visten con manufacturas de trabajo libre, y nueve décimos de ellas son inglesas. Inglaterra suministra todo el capital necesario para las mejoras internas de Brasil y fabrica todos los utensilios de uso corriente, desde la azada para arriba, y casi todos los artículos ingleses de vidrio, hierro y madera son tan corrientes como los paños de lana y los tejidos de algodón. Gran Bretaña suministra a Brasil sus barcos de vapor y de vela, le hace el empedrado y le arregla las calles, ilumina con gas las ciudades, le construye las vías férreas, le explota las minas, es su banquero, le levanta las líneas telegráficas, le transporta el correo, le construye los muebles, motores, vagones... ». La euforia de la libre importación enloquecía a los mercaderes de los puertos; en aquellos años, Brasil recibía también ataúdes ya forrados y listos para el alojamiento de los difuntos, sillas de montar, candelabros de cristal, cacerolas y patines para hielo, de uso más bien improbable en las ardientes costas del trópico; también billeteras, aunque no existía en Brasil el papel moneda, y una cantidad inexplicable de instrumentos de matemáticas. El Tratado de Comercio y Navegación firmado en 1810 gravaba la importación de los productos ingleses con una tarifa menor que la que se aplicaba a los productos portugueses, y su texto había sido tan atropelladamente traducido del idioma inglés que la palabra policy, por ejemplo, pasó a significar, en portugués, policía en lugar de política. Los ingleses gozaban en Brasil de un derecho de justicia nacional: Brasil era «un miembro no oficial del imperio económico de Gran Bretaña». A mediados de siglo, un viajero sueco llegó a Valparaíso y fue testigo del derroche y la ostentación que la libertad de comercio estimulaba en Chile: «La única forma de elevarse es someterse –escribió- a los dictámenes de las revistas de modas de París, a la levita negra y a todos los accesorios que corresponden... La señora se compra un elegante sombrero, que la hace sentirse consumadamente parisiense, mientras el marido se coloca un tieso y alto corbatón y se siente en el pináculo de la cultura europea». Tres o cuatro casas inglesas se habían apoderado del mercado de cobre chileno, y manejaban los precios según los intereses de las fundiciones de Swansea. Liverpool y Vardiff. El Cónsul General de Inglaterra informaba a su gobierno, en 1838, acerca del «prodigioso incremento» de las ventas de cobre, que se exportaba «principalmente, si no por completo, en barcos británicos o por cuenta de británicos». Los comerciantes ingleses monopolizaban el comercio en Santiago y Valparaíso, y Chile era el segundo mercado latinoamericano, en orden de importancia, para los productos británicos. Los grandes puertos de América Latina, escalas de tránsito de las riquezas extraídas del suelo y del subsuelo con destino a los lejanos centros de poder, se consolidaban como instrumentos de conquista y dominación contra los países a los que pertenecían, y eran los verdaderos por donde se dilapidaba la renta nacional. Los puertos y las capitales querían parecerse a París o a Londres, y a la retaguardia tenían el desierto.
Proteccionismo y librecambio en América Latina: el breve vuelo de Lucas Alamán
La expansión de los mercados latinoamericanos aceleraba la acumulación de capitales en los viveros de la industria británica. Hacía ya tiempo que el Atlántico se había convertido en el eje del comercio mundial, y los ingleses habían sabido aprovechar la ubicación de su isla, llena de puertos, a medio camino del Báltico y del Mediterráneo y apuntando a las costas de América. Inglaterra organizaba un sistema universal y se convertía en la prodigiosa fábrica abastecedora del planeta: del mundo entero provenían las materias primas y sobre el mundo entero provenían las materias primas y sobre el mundo entero se derramaban las mercancías elaboradas. El Imperio contaba con el puerto más grande y el más poderoso aparato financiero de su tiempo; tenía el más alto nivel de especialización comercial, disponía del monopolio mundial de los seguros y los fletes, y dominaba el mercado internacional del oro. Friederich List, padre de la unión aduanera alemana, había advertido que el libre comercio era el principal producto de exportación de Gran Bretaña. Nada enfurecía a los ingleses tanto como el proteccionismo aduanero y a veces lo hacían saber en un lenguaje de sangre y fuego, como en la Guerra del Opio contra China, pero la libre competencia en los mercados se convirtió en una verdad revelada para Inglaterra, sólo a partir del momento en que estuvo segura de que era la más fuerte, y después de haber desarrollado su propia industria textil al abrigo de la legislación proteccionista más severa de Europa. En los difíciles comienzos, cuando todavía la industria británica corría con desventaja, el ciudadano inglés al que se sorprendía exportando lana cruda, sin elaborar, era condenado a perder la mano derecha, y si reincidía, lo ahorcaban: estaba prohibido enterrar un cadáver sin que antes el párroco del lugar certificara que el sudario provenía de una fábrica nacional.
«Todos los fenómenos destructores suscitados por la libre concurrencia en el interior de un país –advirtió Marx- se reproducen en proporciones más gigantescas en el mercado mundial». El ingreso de América Latina en la órbita británica, de la que sólo saldría para incorporarse a la órbita norteamericana, se dio en el marco de este cuadro general, y en él se consolidó la dependencia de los independientes países nuevos. La libre circulación de mercadería y la transferencia de capitales tuvieron consecuencias dramáticas. En México, Vicente Guerrero llegó al poder, en 1829, «a hombros de la desesperación artesana, insuflada por el gran demagogo Lorenzo Zavala, que arrojó sobre las tiendas repletas de mercancías inglesas del Parián a una turba hambrienta y desesperada». Poco duró Guerrero en el poder, y cayó en medio de la indiferencia de los trabajadores, porque no quiso o no pudo poner un dique a la importación de las mercancías europeas «por cuya abundancia –dice Chávez Orozco- gemían en el desempleo las masas artesanas de las ciudades que antes de la independencia, sobre todo en los períodos bélicos de Europa, vivían con cierta holgura». La industria mexicana había carecido de capitales, mano de obra suficiente y técnicas modernas; no había tenido una organización adecuada, ni vías de comunicación y medios de transporte para llegar a los mercados y a las fuentes de abastecimiento. «Lo único que probablemente le sobró – dice Alfonso Aguilar- fueron interferencias, restricciones, y trabas de todo orden». Pese a ello, como observara Humboldt, la industria había despertado en los momentos de estancamiento del comercio exterior, cuando se interrumpían o se dificultaban las comunicaciones marítimas, y había empezado a fabricar acero y a hacer uso del hierro y el mercurio. El liberalismo que la independencia trajo consigo agregaba perlas a la corona británica y paralizaba los obrajes textiles y metalúrgicos de México, Puebla y Guadalajara. Lucas Alamán, un político conservador de gran capacidad, advirtió a tiempo que las ideas de Adam Smith contenían veneno para la economía nacional y propició, como ministro la creación de un banco estatal, el Banco de Avío, con el fin de impulsar la industrialización. Un impuesto a los tejidos extranjeros de algodón proporcionaría al país los recursos para comprar en el exterior las maquinarias y los medios técnicos que México necesitaba para abastecerse con tejidos de algodón de fabricación propia. El país disponía de materia prima, contaba con energía hidráulica más barata que el carbón y pudo formar buenos operarios rápidamente. El banco nació en 1830, y poco después llegaron, desde las mejores fábricas europeas, las maquinarias más modernas para hilar y tejer algodón; además, el estado contrató expertos extranjeros en la técnica textil. En 1844, las grandes plantas de Puebla produjeron un millón cuatrocientos mil cortes de manta gruesa. La nueva capacidad industrial del país desbordaba la demanda interna: el mercado de consumo del «reino de la desigualdad», formado en su gran mayoría por indios hambrientos, no podía sostener la continuidad de aquel desarrollo fabril vertiginoso. . contra esta muralla chocaba el esfuerzo por romper la estructura heredada de la colonia. A tal punto se había modernizado, sin embargo, la industria, que las plantas textiles norteamericanas contaban en promedio con menos husos que las plantas mexicanas hacia 1840. Diez años después, la proporción se había invertido con creces. La inestabilidad política, las presiones de los comerciantes ingleses y franceses y sus poderosos socios internos, y las mezquinas dimensiones del mercado interno, de antemano estrangulado por la economía minera y latifundista, dieron por tierra con el experimento exitoso. Antes de 1850, ya se había suspendido el progreso de la industria textil mexicana. Los creadores del Banco de Avío habían ampliado su radio de acción y, cuando se extinguió, los créditos abarcaban también las tejedurías de lana, las fábricas de alfombras y producción de hierro y de papel.
Esteban de Antuñano sostenía, incluso, la necesidad de que México creara cuanto antes una industria nacional de maquinarias, «para contrarrestar el egoísmo europeo». El mayor mérito del ciclo industrializador de Alamán y Antuñano reside en que ambos restablecían la identidad «entre la independencia política y la independencia económica, y en el hecho de preconizar, como único camino de defensa, en contra de los pueblos poderosos y agresivos, un enérgico impulso a la economía industrial». El propio Alamán se hizo industrial, creó la mayor fábrica textil mexicana de aquel tiempo (se llamaba Cocolapan; todavía hoy existe) y organizó a los industriales como grupo de presión ante los sucesivos gobiernos librecambistas50. Pero Alamán, conservador y católico, no llegó a plantear la cuestión agraria, porque él mismo se sentía ideológicamente ligado al viejo orden, y no advirtió que el desarrollo industrial estaba de antemano condenado a quedar en el aire, sin base de sustentación, en aquel país de latifundios infinitos y miseria generalizada.
LAS LANZAS MONTONERAS Y EL ODIO QUE SOBREVIVIÓ A JUAN MANUEL DE ROSAS
Proteccionismo contra librecambio, el país contra el puerto: ésta fue la pugna que ardió en el trasfondo de las guerras civiles argentinas durante el siglo pasado. Buenos Aires, que en el siglo XVII no había sido más que una gran aldea de cuatrocientas casas, se apoderó de la nación entera a partir de la revolución de mayo y la independencia. Era el puerto único, y por sus horcas caudinas debían pasar todos los productos que entraban y salían del país. Las deformaciones que la hegemonía porteña impuso a la nación se advierten claramente en nuestros días: la capital abarca, con sus suburbios, más de la tercera parte de la población argentina total, y ejerce sobre las provincias diversas formas de proxenetismo. En aquella época, detentaba el monopolio de la renta aduanera, de los bancos y de la emisión de moneda, y prosperaba, vertiginosamente a costa de las provincias interiores. La casi totalidad de los ingresos de Buenos Aires provenía de la aduana nacional, que el puerto usurpaba en provecho propio, y más de la mitad se destinaba a los gastos de guerra contra las provincias, que de este modo pagaban para ser aniquiladas.
Desde la Sala de Comercio de Buenos Aires, fundada en 1810, los ingleses tendían sus telescopios: para vigilar el tránsito de los buques, y abastecían a los porteños con paños finos, flores artificiales, encajes, paraguas, botones y chocolates, mientras la inundación de los ponchos y los estribos de fabricación inglesa hacía sus estragos país adentro. Para medir la importancia que el mercado mundial atribuía por entonces a los cueros rioplatenses, es preciso trasladarse a una época en la que los plásticos y los revestimientos sintéticos no existían ni siquiera como sospecha en la cabeza de los químicos. Ningún escenario más propicio que la fértil llanura del litoral para la producción ganadera en gran escala. En 1816, se descubrió un nuevo sistema que permitía conservar indefinidamente los cueros por medio de un tratamiento de arsénico; prosperaban y se multiplicaban, además, los saladeros de carne. Brasil, las Antillas y África abrían sus mercados a la importación de tasajo, y a medida que la carne salada, cortada en lonjas secas, iba ganando consumidores extranjeros, los consumidores argentinos notaban el cambio. Se crearon impuestos al consumo interno de carne, a la para que se desgravaban las exportaciones; en pocos años el precio de los novillos se multiplicó por tres y las estancias valorizaron sus precios. Los gauchos estaban acostumbrados a cazar libremente novillos a ciclo abierto, en la pampa sin alambrados, para comer el lomo y tirar el resto, con la sola obligación de entregar el cuero al dueño del campo. Las cosas cambiaron.
La reorganización de la producción implicaba el sometimiento del gaucho nómada a una nueva dependencia servil: un decreto de 1815 estableció que todo hombre de campo que no tuviera propiedades sería reputado sirviente, con la obligación de llevar papeleta visada por su patrón cada tres meses. O era sirviente, o era vago, y a los vagos se los enganchaba, por la fuerza, en los batallones de frontera. El criollo bravío, que había servido de carne de cañón en los ejércitos patriotas, quedaba convertido en paria, en peón miserable o en milico de fortín. O se rebelaba, lanza en mano, alzándose en el remolino de las montoneras51. Este gaucho arisco, desposeído de todo salvo la gloria y el coraje, nutrió las cargas de caballería que una y otra vez desafiaron a los ejércitos de línea, bien armados, de Buenos Aires. La aparición de la estancia capitalista, en la pampa húmeda del litoral, ponía a todo d país al servicio de las exportaciones de cuero y carne y marchaba de la mano con la dictadura del puerto librecambista de Buenos Aires. El uruguayo José Artigas había sido, hasta la derrota y d exilio, el más lúcido de los caudillos que encabezaron d combate de las masas criollas contra los comerciantes y los terratenientes atados al mercado mundial, pero muchos años después todavía Felipe Varela fue capaz de desatar una gran rebelión en el norte argentino porque, como decía su proclama, ―ser provinciano es ser mendigo sin patria, sin libertad, sin derechos‖. Su sublevación encontró eco resonante en todo d interior mediterráneo. Fue el último montonero; murió, tuberculoso y en la miseria, en 187052. El defensor de la «Unión Americana», proyecto de resurrección de la Patria Grande despedazada, es todavía un bandolero, como lo era Artigas hasta no hace mucho, para la historia argentina que se enseña en las escuelas. Felipe Vareta había nacido en un pueblito perdido entre las sierras de Catamarca y había sido un dolorido testigo de la pobreza de su provincia arruinada por el puerto soberbio y lejano. A fines de 1824, cuando Varela tema tres años de edad, Catamarca no pudo pagar los gastos de los delegados que envió al Congreso Constituyente que se reunió en Buenos Aires, y en la misma situación estaban Misiones, Santiago del Estero y otras provincias. El diputado catamarqueño Manuel Antonio Acevedo denunciaba el cambio ominoso que la competencia de los productos extranjeros había provocado: Catamarca ha mirado hace algún tiempo, y mira hoy, sin poderlo remediar, a su agricultura, con productos inferiores a sus expensas; a su industria, sin un consumo capaz de alentar a los que la fomentan y ejercen, y a su comercio casi en el último abandono». El representante de la provincia de Corrientes, brigadier general Pedro Ferré, resumía así, en 1830, las consecuencias posibles del proteccionismo que él propugnaba: ―Sí, sin duda un corto número de hombres de fortuna padecerán, porque se privarán de tomar en su mesa vinos y licores exquisitos...
Las clases menos acomodadas no hallarán mucha diferencia entre los vinos y licores que actualmente beben, sino en el precio, y disminuirán el consumo, lo que no creo sea muy perjudicial. No se pondrán nuestros paisanos ponchos ingleses; no llevarán bolas y lazos hechos en Inglaterra; no vestiremos ropa hecha en extranjería, y demás renglones que podemos proporcionar; pero, en cambio, empezará a ser menos desgraciada la condición de pueblos enteros de argentinos, y no nos perseguirá la idea de la espantosa miseria a que hoy son condenados‖. Dando un paso importante hacia la reconstrucción de la unidad nacional desgarrada por la guerra, el gobierno de Juan Manuel de Rosas dictó en 1835 una ley de aduanas de signo acentuadamente proteccionista. La ley prohibía la importación de manufacturas de hierro y hojalata, aperos de caballo, ponchos, ceñidores, fajas de lana o algodón, jergones, productos de granja, ruedas de carruajes, velas de sebo y peines, y gravaba con fuertes derechos la introducción de coches, zapatos, cordones, ropas, monturas, frutas secas y bebidas alcohólicas. No se cobraba impuesto a la carne transportada en barcos de bandera argentina, y se impulsaba la talabartería nacional y d cultivo de tabaco. Los efectos se hicieron notar sin demora. Hasta la batalla de Caseros, que derribó a Rosas en 1852, navegaban por los ríos las goletas y los barcos construidos en los astilleros de Corrientes y Santa Fe, había en Buenos Aires más de cien fábricas prósperas y todos los viajeros coincidían en señalar la excelencia de los tejidos y zapatos elaborados en Córdoba y Tucumán, los cigarrillos y las artesanías de Salta, los vinos y aguardientes de Mendoza y San Juan. La ebanistería tucumana exportaba a Chile, Bolivia y Perú.
Diez años después de la aprobación de la ley, los buques de guerra de Inglaterra y Francia rompieron a cañonazos las cadenas extendidas a través del Paraná, para abrir la navegación de los ríos interiores argentinos que Rosal mantenía cerrados a cal y canto. A la invasión sucedió el bloqueo. Diez memoriales de los centros industriales de Yorkshire, Liverpool, Manchester, Leeds, Halifax y Bradford, suscritos por mil quinientos banqueros, comerciantes e industriales, habían urgido al gobierno inglés a tomar medidas contra las restricciones impuestas al comercio en el Plata. El bloqueo puso de manifiesto, pese a los progresos alumbrados por la ley de aduanas, las limitaciones de la industria nacional, que no estaba capacitada para satisfacer la demanda interna. En realidad, desde 1841 el proteccionismo venía languideciendo, en lugar de acentuarse; Rosas expresaba como nadie los intereses de los estancieros saladeristas de la provincia de Buenos Aires, y no existía, ni nació, una burguesía industrial capaz de impulsar el desarrollo de un capitalismo nacional auténtico y pujante: la gran estancia ocupaba el centro de la vida económica del país, y ninguna política industrial podía emprenderse con independencia y vigor sin abatir la omnipotencia del latifundio exportador. Rosas permaneció siempre, en el fondo, fiel a su clase. «El hombre más de a caballo de toda la provincia.~, guitarrero y bailarín, gran domador, que se orientaba en las noches de tormenta y sin estrellas masticando unas hebras de pasto pata identificar el rumbo, era un gran estanciero productor de carne seca y cueros, y los terratenientes lo habían convertido en su jefe. La leyenda negra que luego se urdió para difamarlo no puede ocultar el carácter nacional y popular de muchas de sus medidas de gobierno, pero la contradicción de clases explica la ausencia de una política industrial dinámica y sostenida, más allá de la cirugía aduanera, en el gobierno del caudillo de los ganaderos. Esa ausencia no puede atribuirse a la inestabilidad y las penurias implícitas en las guerras nacionales y el bloqueo extranjero, porque al fin y al cabo había sido en medio del torbellino de una revolución acosada como José Artigas había articulado, veinte años antes, sus normas industrialistas e integradoras con una reforma agraria en profundidad. Vivian Trías ha comparado, en un libro fecundo, el proteccionismo de Rosas con el ciclo de medidas que Artigas irradió desde la Banda oriental, entre 1813 y 1815, para conquistar la verdadera independencia del virreinato rioplatense. Rosas no prohibió a los mercaderes extranjeros ejercer el comercio en el mercado interno, ni devolvió al país las rentas de la aduana que Buenos Aires continuó usurpando, ni terminó con la dictadura del puerto único. En cambio, la nacionalización del comercio interior y la quiebra del monopolio portuario y aduanero de Buenos Aires habían sido capítulos fundamentales, como la cuestión agraria, de la política artiguista.
Artigas había querido la libre navegación de los nos interiores, pero Rosas nunca abrió a las provincias esta llave de acceso al comercio de ultramar. Rosas también permaneció fiel, en el fondo, a su provincia privilegiada. Pese a todas estas limitaciones, el nacionalismo y el populismo del «gaucho de ojos azules» continúan generando odio en las clases dominantes argentinas. Rosas sigue siendo «reo de lesa patria», de acuerdo con una ley de 1857 todavía vigente, y el país se niega todavía a abrir una sepultura nacional para sus huesos enterrados en Europa. Su imagen oficial es la imagen de un asesino.
Superada la herejía de Rosas, la oligarquía se reencontró con su destino. En 1858, el presidente de la comisión directiva de la exposición rural declaraba inaugurada la muestra con estas palabras: «Nosotros, en la infancia aún, contentémonos con la humilde idea de enviar a aquellos bazares europeos nuestros productos y materias primas, para que nos los devuelvan transformados por medio de los poderosos agentes de que disponen. Materias primas es lo que Europa pide, para cambiarlas en ricos artefactos54». El ilustre Domingo Faustino Sarmiento y otros escritores liberales vieron en la montonera campesina no más que el símbolo de la barbarie, d atraso y la ignorancia, el anacronismo de las campañas pastoriles frente a la civilización que la ciudad encarnaba: el poncho y el chiripá contra la levita; la lanza y el cuchillo contra la tropa de línea; el analfabetismo contra la escuela. En 1861, Sarmiento escribía a Mitre: ―No trate de economizar sangre de gauchos, es lo único que tienen de humano. Este es un abono que es preciso hacer útil al País‖. Tanto desprecio y tanto odio revelaban una negación de la propia patria, que tenía, claro está, también una expresión de política económica: ―No somos ni industriales ni navegantes -afirmaba Sarmiento-, y la Europa nos proveerá por largos siglos de sus artefactos en cambio de nuestras materias primas‖. El presidente Bartolomé Mitre llevó adelante, a partir de 1862, una guerra de exterminio contra las provincias y sus últimos caudillos. Sarmiento fue designado director de la guerra y las tropas marcharon al norte a matar gauchos, ―animales bípedos de tan perversa condición‖. En La Rioja, el Chacha Peñaloza, general de los llanos, que extendía su influencia sobre Mendoza y San Juan, era uno de los últimos reductos de la rebelión contra el puerto, y Buenos Aires considero que había llegado el momento de terminar con él. Le cortaron la cabeza y la clavaron, en exhibición, en el centro de la Plaza de Olta. El ferrocarril y los caminos culminaron la ruina de La Rioja, que había comenzado con la revolución de 1810: el librecambio había provocado la crisis de sus artesanías y había acentuado la crónica pobreza de la región. En el siglo xx, los campesinos riojanos huyen de sus aldeas en las montañas o en los llanos, y bajan hacia Buenos Aires a ofrecer sus brazos: sólo llegan, como los campesinos humildes de otras provincias, hasta las puertas de la ciudad. En los suburbios encuentran sitio junto a otros setecientos mil habitantes de las villas miserias y se las arreglan, mal que bien, con las migas que les arroja el banquete de la gran capital. ¿Nota usted cambios en los que se han ido y vuelven de visita? preguntaron los sociólogos a los ciento cincuenta sobrevivientes de una aldea riojana, hace pocos años. Con envidia advertían, los que se habían quedado, que Buenos Aires había mejorado d traje, los modales y la manera de hablar de los emigrados. Algunos los encontraban, incluso, «más blancos».
LA GUERRA DE LA TRIPLE ALIANZA CONTRA EL PARAGUAY ANIQUILÓ LA ÚNICA EXPERIENCIA EXITOSA DE DESARROLLO INDEPENDIENTE
El hombre viajaba a mi lado, silencioso. Su perfil, nariz afilada, altos pómulos, se recortaba contra la fuerte luz del mediodía. Íbamos rumbo a Asunción, desde la frontera del sur, en un ómnibus para veinte personas que contenía, no sé cómo, cincuenta. Al cabo de unas horas, hicimos un alto. Nos sentamos en un patio abierto, a la sombra de un árbol de hojas carnosas. A nuestros ojos, se abría el brillo enceguecedor de la vasta, despoblada, intacta tierra roja: de horizonte a horizonte, nada perturba la transparencia del aire en Paraguay. Fumamos.
Mi compañero, campesino de habla guaraní, enhebró algunas palabras tristes en castellano. «Los paraguayos somos pobres y pocos», me dijo. Me explicó que había bajado a Encarnación a buscar trabajo pero no había encontrado. Apenas si había podido reunir unos pesos para el pasaje de vuelta. Años atrás de muchacho, había tentado fortuna en Buenos Aires y en el sur de Brasil. Ahora venia la cosecha del algodón y muchos braceros paraguayos marchaban, como todos los años, rumbo a tierras argentinas. ―Pero yo ya tengo sesenta y tres años. Mi corazón ya no soporta las demasiadas gentes‖. Suman medio millón los paraguayos que han abandonado la patria, definitivamente, en los últimos veinte años. La miseria empuja al éxodo a los habites del país que era, hasta hace un siglo, el más avanzado de América del Sur. Paraguay tiene ahora una población que apenas duplica a la que por entonces tenía y es, con Bolivia, uno de los dos países sudamericanos más pobres y atrasados. Los paraguayos sufren la herencia de una guerra de exterminio que se incorporó a la historia de América Latina como su capítulo más infame. Se llamó la Guerra de la Triple Alianza. Brasil, Argentina y Uruguay tuvieron a su cargo el genocidio. No dejaron piedra sobre piedra ni habitantes varones entre los escombros. Aunque Inglaterra no participó directamente en la horrorosa hazaña, fueron sus mercaderes, sus banqueros y sus industriales quienes resultaron beneficiados con el crimen de Paraguay. La invasión fue financiada, de principio a fin, por el Banco de Londres, la Casa Baring Brothersy la banca Rothschild, en empréstitos con intereses leoninos que hipotecaron la suerte de los países vencedores.
Hasta su destrucción, Paraguay se erguía como una excepción en América Latina: la única nación que el capital extranjero no había deformado. El largo gobierno de mano de hierro del dictador Gaspar Rodríguez de Francia (1814-1840) había incubado, en la matriz del aislamiento, un desarrollo económico autónomo y sostenido. El Estado, omnipotente, paternalista, ocupaba d lugar de una burguesía nacional que no existía, en la tarea de organizar la nación y orientar sus recursos y su destino. Francia se había apoyado en las masas campesinas para aplastar la oligarquía paraguaya y había conquistado la paz interior tendiendo un estricto cordón sanitario frente a los restantes países del antiguo virreinato del no de la Plata. Las expropiaciones, los destierros, las prisiones, las persecuciones y las multas no habían servido de instrumentos para la consolidación del dominio interno de los terratenientes y los comerciantes sino que, por el contrario, habían sido utilizados para su destrucción. No existían, ni nacerían más tarde, las libertades políticas y el derecho de oposición, pero en aquella etapa histórica sólo los nostálgicos de los privilegios perdidos sufrían la falta de democracia. No había grandes fortunas privadas cuando Francia murió, y Paraguay era d único país de América Latina que no tenía mendigos, hambrientos ni ladrones55; los viajeros de la época encontraban allí un oasis de tranquilidad en medio de las demás comarcas convulsionadas por las guerras continuas. El agente norteamericano Hopkins informaba en 1845 a su gobierno que en Paraguay ―no hay niño que no sepa leer y escribir. ... Era también d único país que no vivía con la mirada clavada al otro lado del mar. El comercio exterior no constituía d eje de la vida nacional; la doctrina liberal, expresión ideológica de la articulación mundial de los mercados, carecía de respuestas para los desafíos que Paraguay, obligado a crecer hacia dentro por su aislamiento mediterráneo, se estaba planteando desde principios de siglo. El exterminio, de la oligarquía hizo posible la concentración de los resortes económicos fundamentales en manos del Estado, para llevar adelante esta política autárquica de desarrollo dentro de fronteras.
Los posteriores gobiernos de Carlos Antonio López y su hijo Francisco Solano continuaron y vitalizaron la tarea. La economía estaba en pleno crecimiento. Cuando los invasores aparecieron en el horizonte, en 1865, Paraguay contaba con una línea de telégrafos, un ferrocarril y una buena cantidad de fábricas de materiales de construcción, tejidos, lienzos, ponchos, papel y tinta, loza y pólvora.
Doscientos técnicos extranjeros, muy bien pagados por el Estado, prestaban su colaboración decisiva. Desde 1850, la fundición de Ibycui fabricaba cañones, morteros y balas de todos los calibres; en el arsenal de Asunción se producían cañones de bronce, obuses y balas. La siderurgia nacional, como todas las demás actividades económicas esenciales, estaba en manos del Estado. El país contaba con una flota mercante nacional, y habían sido construidos en el astillero de Asunción varios de los buques que ostentaban el pabellón paraguayo a lo largo del Paraná o a través del Atlántico y el Mediterráneo. El Estado virtualmente monopolizaba el comercio exterior: la yerba y el tabaco abastecían el consumo del sur del continente; las maderas valiosas se exportaban a Europa. La balanza comercial arrojaba un fuerte superávit. Paraguay tenía una moneda fuerte y estable, y disponía de suficiente riqueza para realizar enormes inversiones públicas sin recurrir al capital extranjero. El país no debía ni un centavo al exterior, pese a lo cual estaba en condiciones de mantener el mejor ejército de América del Sur, contratar técnicos ingleses que se ponían al servicio del país en lugar de poner al país a su servicio, y enviar a Europa a unos cuantos jóvenes universitarios paraguayos para perfeccionar sus estudios. El excedente económico generado por la producción agrícola no se derrochaba en el lujo estéril de una oligarquía inexistente, ni iba a parar a los bolsillos de los intermediarios, ni a las manos brujas de los prestamistas, ni al rubro ganancias que el Imperio británico nutría con los servicios de fletes y seguros. La esponja imperialista no absorbía la riqueza que el país producía.
El 98 por ciento del territorio paraguayo era de propiedad pública: el Estado cedía a los campesinos la explotación de las parcelas a cambio de la obligación de poblarlas y cultivadas en forma permanente y sin el derecho de venderlas. Había, además; sesenta y cuatro estancias de la patria, haciendas que el Estado administraba directamente. Las obras de riego, represas y canales, y los nuevos puentes y caminos contribuían en grado importante a la elevación de la productividad agrícola. Se rescató la tradición indígena de las dos cosechas anuales, que había sido abandonada por los conquistadores. El aliento vivo de las tradiciones jesuitas facilitaba, sin duda, todo este proceso creador.
El Estado paraguayo practicaba un celoso proteccionismo, muy reforzado en 1864, sobre la industria nacional y el mercado interno; los ríos interiores no estaban abiertos a las naves británicas que bombardeaban con manufacturas de Manchester y de Liverpool a todo el resto de América Latina. El comercio inglés no disimulaba su inquietud, no sólo porque resultaba invulnerable aquel último foco de resistencia nacional en el corazón del continente, sino también, y sobre todo, por la fuerza de ejemplo que la experiencia paraguaya irradiaba peligrosamente hacia los vecinos. El país más progresista de América Latina construiría su futuro sin inversiones extranjeras, sin empréstitos de la banca inglesa y sin las bendiciones del comercio libre. Pero a medida que Paraguay iba avanzando en este proceso, se hacía más aguda su necesidad de romper la reclusión. El desarrollo industrial requería contactos más intensos y directos con el mercado internacional y las fuentes de la técnica avanzada. Paraguay estaba objetivamente bloqueado entre Argentina y Brasil, y ambos países podían negar d oxígeno a sus pulmones cerrándole, como lo hicieron Rivadavia y Rosas, las bocas de los ríos, o fijando impuestos arbitrarios al tránsito de sus mercancías.
Para sus vecinos, por otra parte, era una imprescindible condición, a los fines de la consolidación del estado oligárquico, terminar con el escándalo de aquel país que se bastaba a sí mismo y no quería arrodillarse ante los mercaderes británicos. El ministro inglés en Buenos Aires, Edward Thornton, participó considerablemente en los preparativos de la guerra. En vísperas del estallido, tomaba parte, como asesor del gobierno, en las reuniones del gabinete argentino, sentándose aliado del presidente Bartolomé Mitre. Ante su atenta mirada se urdió la trama de provocaciones y de engaños que culminó con el acuerdo argentino-brasileño y selló la suerte de Paraguay. Venancio Flores invadió Uruguay, en ancas de la intervención de los dos grandes vecinos, y estableció en Montevideo, después de la matanza de Paysandú, su gobierno adicto a Río de Janeiro y Buenos Aires. La Triple Alianza estaba en funcionamiento. El presidente paraguayo Solano López había amenazado con la guerra si asaltaban Uruguay: sabía que así se estaba cerrando la tenaza de hierro en torno a la garganta de su país acorralado por la geografía y los enemigos. El historiador liberal Efraím Cardozo no tiene inconveniente en sostener, sin embargo, que López se plantó frente a Brasil simplemente porque estaba ofendido: el emperador le había negado la mano de una de sus hijas. La guerra había nacido. Pero era obra de Mercurio, no de Cupido. La prensa de Buenos Aires llamaba ―Atila de América‖ al presidente paraguayo López: ―Hay que matarlo como a un reptil‖, clamaban los editoriales. En septiembre de 1864, Thornton envió a Londres un extenso informe confidencial, fechado en Asunción. Describía a Paraguay como Dante al infierno, pero ponía el acento donde correspondía: «Los derechos de importación sobre casi todos los artículos son del 20 o 25 por ciento ad valorem; pero como este valor se calcula sobre el precio corriente de los artículos, el derecho que se paga alcanza frecuentemente del 40 al 45 por ciento del precio de factura. Los derechos de exportación son del 10 al 20 por ciento sobre el valor...» En abril de 1865, el Standard, diario inglés de Buenos Aires, celebraba ya la declaración de guerra de Argentina contra Paraguay, cuyo presidente «ha infringido todos los usos de las naciones civilizadas‖, y anunciaba que la espada del presidente argentino Mitre «llevará en su victoriosa carrera, además del peso de glorias pasadas, el impulso irresistible de la opinión pública en una causa justa». El tratado con Brasil y Uruguay se firmó el 10 de mayo de 1865; sus términos draconianos fueron dados a la publicidad un año más tarde, en el diario británico The Times, que lo obtuvo de los banqueros acreedores de Argentina y Brasil. Los futuros vencedores se repartían anticipadamente, en el tratado, los despojos del vencido: Argentina se aseguraba todo el territorio de Misiones y el inmenso Chaco; Brasil devoraba una extensión inmensa hacia el oeste de sus fronteras. A Uruguay, gobernado por un títere de ambas potencias, no le tocaba nada. Mitre anunció que tomaría Asunción en tres meses. Pero la guerra duró cinco años. Fue una carnicería, ejecutada todo a lo largo de los fortines que defendían, tramo a tramo, el río Paraguay. El «oprobioso tirano» Francisco Solano López encarnó heroicamente la voluntad nacional de sobrevivir; el pueblo paraguayo, que no sufría la guerra desde hacía medio siglo, se inmoló a su lado. Hombres, mujeres, niños y viejos: todos se batieron como leones. Los prisioneros heridos se arrancaban las vendas para que no los obligaran a pelear contra sus hermanos. En 1870, López, a la cabeza de un ejército de espectros, ancianos y niños que se ponían barbas postizas para impresionar desde lejos, se internó en la selva. Las tropas invasoras asaltaron los escombros de Asunción con el cuchillo entre los dientes; Cuando finalmente el presidente paraguayo fue asesinado a bala y a lanza en la espesura del cerro Corá, alcanzó a decir: «Muero con mi patria! », y era verdad. Paraguay moría con él. Antes, López había hecho fusilar a su hermano y a un obispo, que con él marchaban en aquella caravana de la muerte. Los invasores venían para redimir al pueblo paraguayo: lo exterminaron. Paraguay terna, al comienzo de la guerra, poco menos población que Argentina. Sólo doscientos cincuenta mil paraguayos, menos de la sexta parte, sobrevivían en 1870. Era el triunfo de la civilización. Los vencedores, arruinados por el altísimo costo del crimen, quedaban en manos de los banqueros ingleses que habían financiado la aventura. El imperio esclavista de Pedro II, cuyas tropas se nutrían de esclavos y presos, ganó, no obstante, territorios, más de sesenta mil kilómetros cuadrados, y también mano de obra, porque muchos prisioneros paraguayos marcharon a trabajar en los cafetales paulistas con la marca de hierro de la esclavitud.
La Argentina del presidente Mitre, que había aplastado a sus propios caudillos federales, se quedó con noventa y cuatro mil kilómetros cuadrados de tierra paraguaya y otros frutos del botín, según el propio Mitre había anunciado cuando escribió: ―Los prisioneros y demás artículos de guerra nos los dividiremos en la forma convenida‖. Uruguay, donde ya los herederos de Artigas habían sido muertos o derrotados y la oligarquía mandaba, participó de la guerra como socio menor y sin recompensas. Algunos de los soldados uruguayos enviados a la campaña del Paraguay habían subido a los buques con las manos atadas. Los tres países sufrieron una bancarrota financiera que agudizó su dependencia frente a Inglaterra. La matanza de Paraguay los signó para siempre.
Brasil había cumplido con la función que el Imperio británico le había adjudicado desde los tiempos en que los ingleses trasladaron el trono portugués a Río de Janeiro. A principios del siglo XIX, habían sido claras las instrucciones de Canning al embajador, Lord Strangford: ―Hacer del Brasil un emporio para las manufacturas británicas destinadas al consumo de toda la América del Sur‖. Poco antes de lanzarse a la guerra, el presidente de Argentina había inaugurado una nueva línea de ferrocarriles británicos en su país, y había pronunciado un inflamado discurso: ―¿ Cuál es la fuerza que impulsa este progreso? Señores: ¡es el capital inglés!‖. Del Paraguay derrotado no sólo desapareció la población: también las tarifas aduaneras, los hornos de fundición, los ríos clausurados al libre comercio, la independencia económica y vastas zonas de su territorio. Los vencedores implantaron, dentro de las fronteras reducidas por el despojo, el librecambio y el latifundio. Todo fue saqueado y todo fue vendido: las tierras y los bosques, las minas, los yerbales, los edificios de las escuelas. Sucesivos gobiernos títeres serían instalados, en Asunción, por las fuerzas extranjeras de ocupación. No bien terminó la guerra, sobre las ruinas todavía humeantes de Paraguay cayó el primer empréstito extranjero de su historia. Era británico, por supuesto. Su valor nominal alcanzaba el millón de libras esterlinas, pero a Paraguay llegó bastante menos de la mitad; en los años siguientes, las refinanciaciones elevaron la deuda a más de tres millones. La Guerra del Opio había terminado, en 1842, cuando se firmó en Nanking el tratado de libre comercio que aseguró a los comerciantes británicos el derecho de introducir libremente la droga en el territorio chino. También la libertad de comercio fue garantizada por Paraguay después de la derrota. Se abandonaron los cultivos de algodón, y Manchester arruinó la producción textil; la industria nacional no resucitó nunca.
El Partido Colorado, que hoy gobierna a Paraguay, especula alegremente con la memoria de los héroes, pero ostenta al pie de su acta de fundación la firma de veintidós traidores al mariscal Solano López, «legionarios» al servicio de las tropas brasileñas de ocupación. El dictador Alfredo Stroessner, que ha convertido al Paraguay en un gran campo de concentración desde hace quince años, hizo su especialización militar en Brasil, y los generales brasileños lo devolvieron a su país con altas calificaciones y encendidos elogios: «Es digno de gran futuro...» Durante su reinado, Stroessner desplazó a los intereses anglo argentinos dominantes en Paraguay durante las Última décadas, en beneficio de Brasil y sus dueños norteamericanos. Desde 1870, Brasil y Argentina, que liberaron a Paraguay para comérselo a dos bocas, se alternan en el usufructo de los despojos del país derrotado, pero sufren, a su vez, d imperialismo de logran potencia de turno. Paraguay padece, al mismo tiempo, el imperialismo y el subimperialismo. Antes el Imperio británico constituía d eslabón mayor de la cadena de las dependencias sucesivas. Actualmente, los Estados Unidos, que no ignoran la importancia geopolítica de este país enclavado en d centro de América del Sur, mantienen en suelo paraguayo asesores innumerables que adiestran y orientan a las fuerzas armadas, cocinan los planes económicos, reestructuran la universidad a su antojo, inventan un nuevo esquema político democrático para d país y retribuyen con préstamos onerosos los buenos servicios del régimen.
Pero Paraguay es también colonia de colonias. Utilizando la reforma agraria como pretexto, el gobierno de Stroessner derogó, haciéndose e l distraído, la disposición legal que prohibía la venta a extranjeros de tierras en zonas de frontera seca, y hoy hasta los territorios fiscales han caído en manos de los latifundistas brasileños del café. La onda invasora atraviesa el no Paraná con la complicidad del presidente, asociado a los terratenientes que hablan portugués. Llegué a la movediza frontera del nordeste de Paraguay con billetes que tenían estampado el rostro del vencido mariscal Solano López, pero allí encontré que sólo tienen valor los que lucen la efigie del victorioso emperador Pedro II. El resultado de la Guerra de la Triple Alianza cobra, transcurrido un siglo, ardiente actualidad. Los guardas brasileños exigen pasaporte a los ciudadanos paraguayos para circular por su propio país; son brasileñas las banderas y las iglesias. La piratería de tierra abarca también los saltos del Guayrá, la mayor fuente potencial de energía en toda América Latina, que hoy se llaman, en portugués, Sete Quedas, y la zona del Itaipú, donde Brasil construirá la mayor central hidroeléctrica del mundo. El subimperialismo o imperialismo de segundo grado, se expresa de mil maneras. Cuando el presidente Johnson decidió sumergir en sangre a los dominicanos, en 1965, Stroessner envió soldados paraguayos a Santo Domingo, para que colaboraran en la faena. El batallón se llamó, broma siniestra, «Mariscal Solano López». Los paraguayos actuaron a las órdenes de un general brasileño, porque fue Brasil quien recibió los honores de la traición: el general Panasco Alvim encabezó las tropas latinoamericanas cómplices en la matanza. De la misma manera, podrían citarse otros ejemplos. Paraguay otorgó a Brasil una concesión petrolera en su territorio, pero el negocio de la distribución de combustibles y la petroquímica están, en Brasil, en manos norteamericanas. La Misión Cultural Brasileña es dueña de la Facultad de Filosofía y Pedagogía de la universidad paraguaya, pero los norteamericanos manejan ahora a las universidades de Brasil. El estado mayor del ejército paraguayo no sólo recibe la asesoría de los técnicos del Pentágono, sino también de generales brasileños que a su vez responden al Pentágono como el eco a la voz. Por la vía abierta del contrabando, los productos industriales de Brasil invaden el mercado paraguayo, pero muchas de las fábricas que los producen en Sao Paulo son, desde la avalancha desnacionalizadora de estos últimos años, propiedad de las corporaciones multinacionales. Stroessner se considera heredero de los López. El Paraguay de hace un siglo ¿puede ser impunemente cotejado con el Paraguay de ahora, emporio del contrabando en la cuenca del Plata y reino de la corrupción institucionalizada? En un acto político donde el partido de gobierno reivindicaba a la vez, entre vítores y aplausos, a uno y otro Paraguay, un muchachito vendía, bandeja al pecho, cigarrillos de contrabando: la fervorosa concurrencia pitaba nerviosamente Kent, Marlboro, Camel y Benson & Hedges. En Asunción, la escasa clase media bebe whisky Ballantine's en vez de tomar caña paraguaya. Uno descubre los últimos modelos de los más lujosos automóviles fabricados en Estados Unidos o Europa, traídos al país de contrabando o previo pago de menguados impuestos, al mismo tiempo que se ven, por las calles, carros tirados por bueyes que acarrean lentamente los frutos al mercado: la tierra se trabaja con arados de madera y los taxímetros son Impalas. Stroessner dice que el contrabando es «el precio de la paz»: los generales se llenan los bolsillos y no conspiran. La industria, por supuesto, agoniza antes de crecer. El Estado ni siquiera cumple con el decreto que manda preferir los productos de las fábricas nacionales en las adquisiciones públicas. Los únicos triunfos que el gobierno exhibe, orgulloso, en la materia, son las plantas de Coca Cola, Crush y Pepsi Cola, instaladas desde fines de 1966 como contribución norteamericana al progreso del pueblo paraguayo. El Estado manifiesta que sólo intervendrá directamente en la creación de empresas «cuando el sector privado no demuestre interés, y el Banco Central comunica al Fondo Monetario Internacional que «ha decidido implantar un régimen de mercado libre de cambios y abolir las restricciones al comercio y a las transacciones en divisas»; un folleto editado por el Ministerio de Industria y Comercio advierte a los inversores que el país otorga ―concesiones especiales para el capital extranjero‖ Se exime a las empresas extranjeras del pago de impuestos y de derechos aduaneros, «para crear un clima propicio para las inversiones». Un año después de instalarse en Asunción, el National City Bank de Nueva York recupera íntegramente el capital invertido. La banca extranjera, dueña del ahorro interno, proporciona a Paraguay créditos externos que acentúan su deformación económica e hipotecan aún más su soberanía.
En el campo, el uno y medio por ciento de los propietarios dispone del noventa por ciento de las tierras explotadas, y se cultiva menos del dos por ciento de la superficie total del país. El plan oficial de colonización en el triángulo de Caaguazú ofrece a los campesinos hambrientos más tumbas que prosperidades. La Triple Alianza sigue siendo todo un éxito. Los hornos de la fundición de Ibycuí, donde se forjaron los cañones que defendieron a la patria invadida, se erguían en un paraje que ahora se llama «Mina-cué» -que en guaraní significa ―Fue mina‖. Allí, entre pantanos y mosquitos, junto a los restos de un muro derruido, yace todavía la base de la chimenea que los invasores volaron, hace un siglo, con dinamita, y pueden verse los pedazos de hierro podrido de las instalaciones deshechas. Viven, en la zona, unos pocos campesinos en harapos, que ni siquiera saben cuál fue la guerra que destruyó todo eso. Sin embargo, ellos dicen que en ciertas noches se escuchan, allí, voces de máquinas y truenos de martillos, estampidos de cañones y alaridos de soldados.
1. ¿Qué relación establece el autor entre la América recién independizada y la potencia económica de Inglaterra?
2. ¿Qué ocurre con el comercio textil en México, Chile, Bolivia y Brasil?
3. ¿Cuál es el proyecto económico de Lucas Alamán en México? ¿Cuáles son las razones de su fracaso?
4. ¿Cuál es el proyecto económico de Rosas en Argentina, y por qué fracasa?
5. ¿Cuál es el proyecto económico de Solano López en Paraguay? ¿Qué relación existe entre las ideas económicas de Solano López y la Guerra de la Triple Alianza?
El Texto
EL DESARROLLO ES UN VIAJE CON MÁS NÁUFRAGOS QUE NAVEGANTES
HISTORIA DE LA MUERTE TEMPRANA
Los barcos británicos de guerra saludaban la independencia desde el río.
En 1823, George Canning, cerebro del Imperio británico, estaba celebrando sus triunfos universales. El encargado de negocios de Francia tuvo que soportar la humillación de este brindis: «Vuestra sea la gloria del triunfo, seguida por el desastre y la ruina; nuestro sea el tráfico sin gloria de la industria y la prosperidad siempre creciente... La edad de la caballería ha pasado; y la ha sucedido una edad de economistas y calculadores». Londres vivía el principio de una larga fiesta; Napoleón había sido definitivamente derrotado algunos años atrás, y la era de la Pax Britannica se abría sobre el mundo. En América Latina, la independencia había remachado a perpetuidad el poder de los dueños de la tierra y de los comerciantes enriquecidos, en los puertos, a costa de la anticipada ruina de los países nacientes. Las antiguas colonias españolas, y también Brasil, eran mercados ávidos para los tejidos ingleses y las libras esterlinas al tanto por ciento. Canning no se equivocaba al escribir, en 1824: «La cosa está hecha; el clavo está en puesto, Hispanoamérica es libre; y si nosotros no desgobernamos tristemente nuestros asuntos, es inglesa». La máquina de vapor, el telar mecánico y el perfeccionamiento de la máquina de tejer habían hecho madurar vertiginosamente la revolución industrial en Inglaterra. Se multiplicaban las fábricas y los bancos; los motores de combustión interna habían modernizado la navegación y muchos grandes buques navegaban hacia los cuatro puntos cardinales universalizando la expansión industrial inglesa. La economía británica pagaba con tejidos de algodón los cueros del río de la Plata, el guano y el nitrato de Perú, el cobre de Chile, el azúcar de Cuba, el café de Brasil. Las exportaciones industriales, los fletes, los seguros, los intereses de los préstamos y las utilidades de las inversiones alimentarían, a lo largo de todo el siglo XX, la pujante prosperidad de Inglaterra. En realidad, antes de las guerras de independencia ya los ingleses controlaban buena parte del comercio legal entre España y sus colonias, y habían arrojado a las costas de América Latina un caudaloso y persistente flujo de mercaderías de contrabando. El tráfico de esclavos brindaba una pantalla eficaz para el comercio clandestino, aunque al fin y al cabo también las aduanas registraban, en toda América Latina, una abrumadora mayoría de productos que no provenían de España. El monopolio español no había existido, en los hachos, nunca: «... la colonia ya estaba perdida para la metrópoli mucho antes de 1810, y la revolución no representó más que un reconocimiento político de semejante estado de cosas». Las tropas británicas habían conquistado Trinidad en el Caribe, al precio de una sola baja, pero el comandante de la expedición, sir Ralph Abercromby, estaba convencido de que no serían fáciles otras conquistas militares en la América hispánica. Poco después, fracasaron las invasiones inglesas en el Río de la Plata. La derrota dio fuerzas a la opinión de Abercromby sobre la ineficacia de las expediciones armadas y el turno histórico de los diplomáticos, los mercaderes y los barqueros: un nuevo orden liberal en las colonias españolas ofrecería a Gran Bretaña la oportunidad de abarcar las nueve décimas partes del comercio de la América española. La fiebre de la independencia hervía en tierras hispanoamericanas. A partir de 1810 Londres aplicó una política zigzagueante y dúplice, cuyas fluctuaciones obedecieron a la necesidad de favorecer el comercio inglés, impedir que América Latina pudiera caer en manos norteamericanas o francesas y prevenir una posible infección de jacobinismo en los nuevos países que nacían a la libertad. Cuando se constituyó la Junta Revolucionaria en Buenos Aires, el 25 de mayo de 1810, una salva de cañonazos de los buques británicos de guerra la saludó desde el río. El capitán del barco Mutine pronunció, en nombre de Su Majestad, un inflamado discurso: el júbilo invadía los corazones británicos.
Buenos Aires demoró apenas tres días en eliminar ciertas prohibiciones que dificultaran el comercio con extranjeros; doce días después, redujo del 50 por ciento al 7,5 por ciento los impuestos que gravaban las ventas al exterior de los cueros y el sebo. Habían pasado seis semanas desde el 25 de mayo cuando se dejó sin efecto la prohibición de exportar el oro y la plata en monedas, de modo que pudieran fluir a Londres sin inconvenientes. En septiembre de 1811, un triunvirato reemplazó a la Junta como autoridad gobernante: fueron nuevamente reducidos, y en algunos casos abolidos, los impuestos a la exportación y a la importación. A partir de 1813, cuando la Asamblea se declaró autoridad soberana, los comerciantes extranjeros quedaron exonerados de la obligación de vender sus mercancías a través de los comerciantes nativos: «El comercio se hizo en verdad libre». Ya en 1812, algunos comerciantes británicos comunicaban al Foreing Office: «Hemos logrado... reemplazar con éxito los tejidos alemanes y franceses». Habían reemplazado, también, la producción de los tejedores argentinos, estrangulados por el puerto librecambista, y el mismo proceso se registró, con variantes, en otras regiones de América Latina. De Yorkshire y de Lancashire, de los Cheviots y Gales, brotaban sin cesar artículos de algodón y de lana, de hierro y de cuero, de madera y porcelana. Los telares de Manchester, las ferreteras de Sheffield, las alfarerías de Worcester y Staffordshire, inundaron los mercados latinoamericanos. El comercio libre enriquecía a los puertos que vivían de la exportación y elevaba a los cielos el nivel de despilfarro de las oligarquías ansiosas por disfrutar de todo el lujo que el mundo ofrecía, pero arruinaba las incipientes manufacturas locales y frustraba la expansión del mercado interno. Las industrias domésticas, precarias y de muy bajo nivel técnico, habían surgido en el mundo colonial a pesar de las prohibiciones de la metrópoli y conocieron un auge, en vísperas de la independencia, como consecuencia del aflojamiento de los lazos opresores de España y de las dificultades de abastecimiento que la guerra europea provocó. En los primeros años del siglo XIX, los talleres estaban resucitando, después de los mortíferos efectos de la disposición que el rey había adoptado, en 1718, para autorizar el comercio libre entre los puertos de España y América. Un alud de mercaderías extranjeras había aplastado las manufacturas textiles y la producción colonial de alfarería y objetos de metal, y los artesanos no contaron con muchos años para reponerse del golpe: la independencia abrió del todo las puertas a la libre competencia de la industria ya desarrollada en Europa. Los vaivenes posteriores en las políticas aduaneras de los gobiernos de la independencia generarían sucesivas muertes y despertares de las manufacturas criollas, sin la posibilidad de un desarrollo sostenido en el tiempo.
Las dimensiones del infanticidio industrial.
Cuando nacía el siglo XIX, Alexander von Humboldt calculó el valor de la producción manufacturera de México en unos siete u ocho millones de pesos, de los que la mayor parte correspondía a los obrajes textiles. Los talleres especializados elaboraron paños, telas de algodón y lienzos; más de doscientos telares ocupaban, en Querpetano, a mil quinientos obreros, y en Puebla trabajaban mil doscientos tejedores de algodón. En Perú, los toscos productos de la colonia no alcanzaron nunca la perfección de los tejidos indígenas anteriores a la llegada de Pizarro, «pero su importancia económica fue, en cambio, muy grande». La industria reposaba sobre el trabajo forzado de los indios, encarcelados en los talleres desde antes que aclarara el día hasta muy entrada la noche. La independencia aniquiló el precario desarrollo alcanzado. En Ayacucho, Cacamoa, Tarma, los obrajes eran de magnitud considerable. El pueblo entero de Pacaicasa, hoy muerto, «formaba un solo y vasto establecimiento de telares con más de mil obreros», dice Romero en su obra: Paucarcolla, que abastecía de frazadas de lana una región muy vasta, está desapareciendo «y actualmente no existe allí ni una sola fábrica». En Chile, una de las más apartadas posesiones españolas, el aislamiento favoreció el desarrollo de una actividad industrial incipiente desde los albores mismos de la vida colonial. Había hilanderías, tejedurías, curtiembres; las jarcias chilenas proveían a todos los navíos del Mar del Sur: se fabricaban artículos de metal, desde alambiques y cañones hasta alhajas, vajilla fina y relojes; se construían embarcaciones y vehículos. También en Brasil los obrajes textiles y metalúrgicos que venían ensayando, desde el siglo XVIII, sus modestos primeros pasos, fueron arrasados por las importaciones extranjeras.
Ambas actividades manufactureras habían conseguido prosperar en medida considerable a pesar de los obstáculos impuestos por el pacto colonial con Lisboa, pero desde 1807, la monarquía portuguesa, establecida en Río de Janeiro, ya no era más que un juguete en manos británicas, y el poder de Londres tenía otra fuerza. «Hasta la apertura de los puertos, las deficiencias del comercio portugués habían obrado como barrera protectora de una pequeña industria local –dice Caio Prado Júnior-; pobre industria artesana, es verdad, pero asimismo suficiente para satisfacer una parte del consumo interno. Esta pequeña industria no podrá sobrevivir a la libre competencia extranjera, aún en los más insignificantes productos». Bolivia era el centro textil más importante del virreinato rioplatense. En Cochabamba había, al filo del siglo, ochenta mil personas dedicadas a la fabricación de lienzos de algodón, paños y manteles, según el testimonio del intendente Francisco de Viedma. En Oruro y La Paz también habían surgido obrajes que, junto con los de Cochabamba, brindaban mantas, ponchos y bayetas muy resistentes a la población las tropas de línea del ejército y las guarniciones de frontera. Desde Mojos, Chiquitos y Guarayos provenían finísimas telas de lino y de algodón, sombreros de paja, vicuña o carnero y cigarros de hoja. «Todas estas industrias han desaparecido ante la competencia de artículos similares extranjeros...», comprobaba, sin mayor tristeza, un volumen dedicado a Bolivia en el primer centenario de su independencia». El Litoral de Argentina era la región más atrasada y menos poblada del país, antes de que la independencia trasladara a Buenos Aires, en perjuicio de las provincias mediterráneas, el centro de gravedad de la vida económica y política. A principios del siglo XIX, apenas la décima parte de la población argentina residía en Buenos Aires, Santa Fe o Entre Ríos. Con ritmo lento y por medios rudimentarios se había desarrollado una industria nativa en las regiones del centro y el norte, mientras que en el Litoral no existían, según decía en 1795 el procurador Larramendi, «ningún arte ni manufactura». En Tucumán y Santiago del Estero, que actualmente son pozos de subdesarrollo, florecían los talleres textiles, que fabricaban ponchos de tres clases distintas, y se producían en otros talleres excelentes carretas y cigarros y cigarrillos, cueros y suelas. De Catamarca nacían lienzos de todo tipo, paños finos, bayetillas de algodón negro para que usaran los clérigos; Córdoba fabricaba más de setenta mil ponchos, veinte mil frazadas y cuarenta mil varas de bayeta por año, zapatos y artículos de cuero, cinchas y vergas, tapetados y cordobanes. Las curtiembres y talabarterías más importantes estaban en Corrientes. Eran famosos los finos sillones de Salta. Mendoza producía entre dos y tres millones de litros de vino por año, en nada inferiores a los de Andalucía, y San Juan destilaba 350 mil litros anuales de aguardiente. Mendoza y San Juan formaban «la garganta del comercio» entre el Atlántico y el Pacífico en América del Sur. Los agentes comerciales de Manchester, Glasgow y Liverpool recorrieron Argentina y copiaron los modelos de los ponchos santiagueños y cordobeses y de los artículos de cuero de Corrientes, además de los estribos de palo dados vuelta «al uso del país». Los ponchos argentinos valían siete pesos; los de Yokshire, tres. La industria textil más desarrollada del mundo triunfaba al galope sobre las tejedurías nativas, y otro tanto ocurría en la producción de botas, espuelas, rejas, frenos y hasta clavos. La miseria asoló las provincias interiores argentinas, que pronto alzaron lanzas contra la dictadura del puerto de Buenos Aires. Los principales mercaderes (Escalada, Belgrano, Pueyrredón, Vieytes, Las Heras, Cerviño) habían tomado el poder arrebatado a España y el comercio les brindaba la posibilidad de comprar sedas y cuchillos ingleses, paños finos de Louviers, encajes de Flandes, sables suizos, ginebra holandesa, jamones de Westfalia y habanos de Hamburgo. A cambio, la Argentina exportaba cueros, sebo, huesos, carne salada, y los ganaderos de la provincia de Buenos Aires extendían sus mercados gracias al comercio libre. El cónsul inglés en el Plata, Woodbine Parish, describía en 1837 a un recio gaucho de las pampas: «Tómese todas las piezas de su ropa, examínese todo lo que lo rodea y exceptuando lo que sea de cuero, ¿qué cosa habrá que no sea inglesa? Si su mujer tiene una pollera, hay diez posibilidades contra una que sea manufactura de Manchester. La caldera u olla en que cocina, la taza de loza ordinaria en la que come, su cuchillo, sus espuelas, el freno, el poncho que lo cubre, todos son efectos llevados de Inglaterra». Argentina recibía de Inglaterra hasta las piedras de las veredas.
Aproximadamente por la misma época, James Watson Webb, embajador de los Estados Unidos en Río de Janeiro, relataba: «En todas las haciendas del Brasil, los amos y sus esclavos se visten con manufacturas de trabajo libre, y nueve décimos de ellas son inglesas. Inglaterra suministra todo el capital necesario para las mejoras internas de Brasil y fabrica todos los utensilios de uso corriente, desde la azada para arriba, y casi todos los artículos ingleses de vidrio, hierro y madera son tan corrientes como los paños de lana y los tejidos de algodón. Gran Bretaña suministra a Brasil sus barcos de vapor y de vela, le hace el empedrado y le arregla las calles, ilumina con gas las ciudades, le construye las vías férreas, le explota las minas, es su banquero, le levanta las líneas telegráficas, le transporta el correo, le construye los muebles, motores, vagones... ». La euforia de la libre importación enloquecía a los mercaderes de los puertos; en aquellos años, Brasil recibía también ataúdes ya forrados y listos para el alojamiento de los difuntos, sillas de montar, candelabros de cristal, cacerolas y patines para hielo, de uso más bien improbable en las ardientes costas del trópico; también billeteras, aunque no existía en Brasil el papel moneda, y una cantidad inexplicable de instrumentos de matemáticas. El Tratado de Comercio y Navegación firmado en 1810 gravaba la importación de los productos ingleses con una tarifa menor que la que se aplicaba a los productos portugueses, y su texto había sido tan atropelladamente traducido del idioma inglés que la palabra policy, por ejemplo, pasó a significar, en portugués, policía en lugar de política. Los ingleses gozaban en Brasil de un derecho de justicia nacional: Brasil era «un miembro no oficial del imperio económico de Gran Bretaña». A mediados de siglo, un viajero sueco llegó a Valparaíso y fue testigo del derroche y la ostentación que la libertad de comercio estimulaba en Chile: «La única forma de elevarse es someterse –escribió- a los dictámenes de las revistas de modas de París, a la levita negra y a todos los accesorios que corresponden... La señora se compra un elegante sombrero, que la hace sentirse consumadamente parisiense, mientras el marido se coloca un tieso y alto corbatón y se siente en el pináculo de la cultura europea». Tres o cuatro casas inglesas se habían apoderado del mercado de cobre chileno, y manejaban los precios según los intereses de las fundiciones de Swansea. Liverpool y Vardiff. El Cónsul General de Inglaterra informaba a su gobierno, en 1838, acerca del «prodigioso incremento» de las ventas de cobre, que se exportaba «principalmente, si no por completo, en barcos británicos o por cuenta de británicos». Los comerciantes ingleses monopolizaban el comercio en Santiago y Valparaíso, y Chile era el segundo mercado latinoamericano, en orden de importancia, para los productos británicos. Los grandes puertos de América Latina, escalas de tránsito de las riquezas extraídas del suelo y del subsuelo con destino a los lejanos centros de poder, se consolidaban como instrumentos de conquista y dominación contra los países a los que pertenecían, y eran los verdaderos por donde se dilapidaba la renta nacional. Los puertos y las capitales querían parecerse a París o a Londres, y a la retaguardia tenían el desierto.
Proteccionismo y librecambio en América Latina: el breve vuelo de Lucas Alamán
La expansión de los mercados latinoamericanos aceleraba la acumulación de capitales en los viveros de la industria británica. Hacía ya tiempo que el Atlántico se había convertido en el eje del comercio mundial, y los ingleses habían sabido aprovechar la ubicación de su isla, llena de puertos, a medio camino del Báltico y del Mediterráneo y apuntando a las costas de América. Inglaterra organizaba un sistema universal y se convertía en la prodigiosa fábrica abastecedora del planeta: del mundo entero provenían las materias primas y sobre el mundo entero provenían las materias primas y sobre el mundo entero se derramaban las mercancías elaboradas. El Imperio contaba con el puerto más grande y el más poderoso aparato financiero de su tiempo; tenía el más alto nivel de especialización comercial, disponía del monopolio mundial de los seguros y los fletes, y dominaba el mercado internacional del oro. Friederich List, padre de la unión aduanera alemana, había advertido que el libre comercio era el principal producto de exportación de Gran Bretaña. Nada enfurecía a los ingleses tanto como el proteccionismo aduanero y a veces lo hacían saber en un lenguaje de sangre y fuego, como en la Guerra del Opio contra China, pero la libre competencia en los mercados se convirtió en una verdad revelada para Inglaterra, sólo a partir del momento en que estuvo segura de que era la más fuerte, y después de haber desarrollado su propia industria textil al abrigo de la legislación proteccionista más severa de Europa. En los difíciles comienzos, cuando todavía la industria británica corría con desventaja, el ciudadano inglés al que se sorprendía exportando lana cruda, sin elaborar, era condenado a perder la mano derecha, y si reincidía, lo ahorcaban: estaba prohibido enterrar un cadáver sin que antes el párroco del lugar certificara que el sudario provenía de una fábrica nacional.
«Todos los fenómenos destructores suscitados por la libre concurrencia en el interior de un país –advirtió Marx- se reproducen en proporciones más gigantescas en el mercado mundial». El ingreso de América Latina en la órbita británica, de la que sólo saldría para incorporarse a la órbita norteamericana, se dio en el marco de este cuadro general, y en él se consolidó la dependencia de los independientes países nuevos. La libre circulación de mercadería y la transferencia de capitales tuvieron consecuencias dramáticas. En México, Vicente Guerrero llegó al poder, en 1829, «a hombros de la desesperación artesana, insuflada por el gran demagogo Lorenzo Zavala, que arrojó sobre las tiendas repletas de mercancías inglesas del Parián a una turba hambrienta y desesperada». Poco duró Guerrero en el poder, y cayó en medio de la indiferencia de los trabajadores, porque no quiso o no pudo poner un dique a la importación de las mercancías europeas «por cuya abundancia –dice Chávez Orozco- gemían en el desempleo las masas artesanas de las ciudades que antes de la independencia, sobre todo en los períodos bélicos de Europa, vivían con cierta holgura». La industria mexicana había carecido de capitales, mano de obra suficiente y técnicas modernas; no había tenido una organización adecuada, ni vías de comunicación y medios de transporte para llegar a los mercados y a las fuentes de abastecimiento. «Lo único que probablemente le sobró – dice Alfonso Aguilar- fueron interferencias, restricciones, y trabas de todo orden». Pese a ello, como observara Humboldt, la industria había despertado en los momentos de estancamiento del comercio exterior, cuando se interrumpían o se dificultaban las comunicaciones marítimas, y había empezado a fabricar acero y a hacer uso del hierro y el mercurio. El liberalismo que la independencia trajo consigo agregaba perlas a la corona británica y paralizaba los obrajes textiles y metalúrgicos de México, Puebla y Guadalajara. Lucas Alamán, un político conservador de gran capacidad, advirtió a tiempo que las ideas de Adam Smith contenían veneno para la economía nacional y propició, como ministro la creación de un banco estatal, el Banco de Avío, con el fin de impulsar la industrialización. Un impuesto a los tejidos extranjeros de algodón proporcionaría al país los recursos para comprar en el exterior las maquinarias y los medios técnicos que México necesitaba para abastecerse con tejidos de algodón de fabricación propia. El país disponía de materia prima, contaba con energía hidráulica más barata que el carbón y pudo formar buenos operarios rápidamente. El banco nació en 1830, y poco después llegaron, desde las mejores fábricas europeas, las maquinarias más modernas para hilar y tejer algodón; además, el estado contrató expertos extranjeros en la técnica textil. En 1844, las grandes plantas de Puebla produjeron un millón cuatrocientos mil cortes de manta gruesa. La nueva capacidad industrial del país desbordaba la demanda interna: el mercado de consumo del «reino de la desigualdad», formado en su gran mayoría por indios hambrientos, no podía sostener la continuidad de aquel desarrollo fabril vertiginoso. . contra esta muralla chocaba el esfuerzo por romper la estructura heredada de la colonia. A tal punto se había modernizado, sin embargo, la industria, que las plantas textiles norteamericanas contaban en promedio con menos husos que las plantas mexicanas hacia 1840. Diez años después, la proporción se había invertido con creces. La inestabilidad política, las presiones de los comerciantes ingleses y franceses y sus poderosos socios internos, y las mezquinas dimensiones del mercado interno, de antemano estrangulado por la economía minera y latifundista, dieron por tierra con el experimento exitoso. Antes de 1850, ya se había suspendido el progreso de la industria textil mexicana. Los creadores del Banco de Avío habían ampliado su radio de acción y, cuando se extinguió, los créditos abarcaban también las tejedurías de lana, las fábricas de alfombras y producción de hierro y de papel.
Esteban de Antuñano sostenía, incluso, la necesidad de que México creara cuanto antes una industria nacional de maquinarias, «para contrarrestar el egoísmo europeo». El mayor mérito del ciclo industrializador de Alamán y Antuñano reside en que ambos restablecían la identidad «entre la independencia política y la independencia económica, y en el hecho de preconizar, como único camino de defensa, en contra de los pueblos poderosos y agresivos, un enérgico impulso a la economía industrial». El propio Alamán se hizo industrial, creó la mayor fábrica textil mexicana de aquel tiempo (se llamaba Cocolapan; todavía hoy existe) y organizó a los industriales como grupo de presión ante los sucesivos gobiernos librecambistas50. Pero Alamán, conservador y católico, no llegó a plantear la cuestión agraria, porque él mismo se sentía ideológicamente ligado al viejo orden, y no advirtió que el desarrollo industrial estaba de antemano condenado a quedar en el aire, sin base de sustentación, en aquel país de latifundios infinitos y miseria generalizada.
LAS LANZAS MONTONERAS Y EL ODIO QUE SOBREVIVIÓ A JUAN MANUEL DE ROSAS
Proteccionismo contra librecambio, el país contra el puerto: ésta fue la pugna que ardió en el trasfondo de las guerras civiles argentinas durante el siglo pasado. Buenos Aires, que en el siglo XVII no había sido más que una gran aldea de cuatrocientas casas, se apoderó de la nación entera a partir de la revolución de mayo y la independencia. Era el puerto único, y por sus horcas caudinas debían pasar todos los productos que entraban y salían del país. Las deformaciones que la hegemonía porteña impuso a la nación se advierten claramente en nuestros días: la capital abarca, con sus suburbios, más de la tercera parte de la población argentina total, y ejerce sobre las provincias diversas formas de proxenetismo. En aquella época, detentaba el monopolio de la renta aduanera, de los bancos y de la emisión de moneda, y prosperaba, vertiginosamente a costa de las provincias interiores. La casi totalidad de los ingresos de Buenos Aires provenía de la aduana nacional, que el puerto usurpaba en provecho propio, y más de la mitad se destinaba a los gastos de guerra contra las provincias, que de este modo pagaban para ser aniquiladas.
Desde la Sala de Comercio de Buenos Aires, fundada en 1810, los ingleses tendían sus telescopios: para vigilar el tránsito de los buques, y abastecían a los porteños con paños finos, flores artificiales, encajes, paraguas, botones y chocolates, mientras la inundación de los ponchos y los estribos de fabricación inglesa hacía sus estragos país adentro. Para medir la importancia que el mercado mundial atribuía por entonces a los cueros rioplatenses, es preciso trasladarse a una época en la que los plásticos y los revestimientos sintéticos no existían ni siquiera como sospecha en la cabeza de los químicos. Ningún escenario más propicio que la fértil llanura del litoral para la producción ganadera en gran escala. En 1816, se descubrió un nuevo sistema que permitía conservar indefinidamente los cueros por medio de un tratamiento de arsénico; prosperaban y se multiplicaban, además, los saladeros de carne. Brasil, las Antillas y África abrían sus mercados a la importación de tasajo, y a medida que la carne salada, cortada en lonjas secas, iba ganando consumidores extranjeros, los consumidores argentinos notaban el cambio. Se crearon impuestos al consumo interno de carne, a la para que se desgravaban las exportaciones; en pocos años el precio de los novillos se multiplicó por tres y las estancias valorizaron sus precios. Los gauchos estaban acostumbrados a cazar libremente novillos a ciclo abierto, en la pampa sin alambrados, para comer el lomo y tirar el resto, con la sola obligación de entregar el cuero al dueño del campo. Las cosas cambiaron.
La reorganización de la producción implicaba el sometimiento del gaucho nómada a una nueva dependencia servil: un decreto de 1815 estableció que todo hombre de campo que no tuviera propiedades sería reputado sirviente, con la obligación de llevar papeleta visada por su patrón cada tres meses. O era sirviente, o era vago, y a los vagos se los enganchaba, por la fuerza, en los batallones de frontera. El criollo bravío, que había servido de carne de cañón en los ejércitos patriotas, quedaba convertido en paria, en peón miserable o en milico de fortín. O se rebelaba, lanza en mano, alzándose en el remolino de las montoneras51. Este gaucho arisco, desposeído de todo salvo la gloria y el coraje, nutrió las cargas de caballería que una y otra vez desafiaron a los ejércitos de línea, bien armados, de Buenos Aires. La aparición de la estancia capitalista, en la pampa húmeda del litoral, ponía a todo d país al servicio de las exportaciones de cuero y carne y marchaba de la mano con la dictadura del puerto librecambista de Buenos Aires. El uruguayo José Artigas había sido, hasta la derrota y d exilio, el más lúcido de los caudillos que encabezaron d combate de las masas criollas contra los comerciantes y los terratenientes atados al mercado mundial, pero muchos años después todavía Felipe Varela fue capaz de desatar una gran rebelión en el norte argentino porque, como decía su proclama, ―ser provinciano es ser mendigo sin patria, sin libertad, sin derechos‖. Su sublevación encontró eco resonante en todo d interior mediterráneo. Fue el último montonero; murió, tuberculoso y en la miseria, en 187052. El defensor de la «Unión Americana», proyecto de resurrección de la Patria Grande despedazada, es todavía un bandolero, como lo era Artigas hasta no hace mucho, para la historia argentina que se enseña en las escuelas. Felipe Vareta había nacido en un pueblito perdido entre las sierras de Catamarca y había sido un dolorido testigo de la pobreza de su provincia arruinada por el puerto soberbio y lejano. A fines de 1824, cuando Varela tema tres años de edad, Catamarca no pudo pagar los gastos de los delegados que envió al Congreso Constituyente que se reunió en Buenos Aires, y en la misma situación estaban Misiones, Santiago del Estero y otras provincias. El diputado catamarqueño Manuel Antonio Acevedo denunciaba el cambio ominoso que la competencia de los productos extranjeros había provocado: Catamarca ha mirado hace algún tiempo, y mira hoy, sin poderlo remediar, a su agricultura, con productos inferiores a sus expensas; a su industria, sin un consumo capaz de alentar a los que la fomentan y ejercen, y a su comercio casi en el último abandono». El representante de la provincia de Corrientes, brigadier general Pedro Ferré, resumía así, en 1830, las consecuencias posibles del proteccionismo que él propugnaba: ―Sí, sin duda un corto número de hombres de fortuna padecerán, porque se privarán de tomar en su mesa vinos y licores exquisitos...
Las clases menos acomodadas no hallarán mucha diferencia entre los vinos y licores que actualmente beben, sino en el precio, y disminuirán el consumo, lo que no creo sea muy perjudicial. No se pondrán nuestros paisanos ponchos ingleses; no llevarán bolas y lazos hechos en Inglaterra; no vestiremos ropa hecha en extranjería, y demás renglones que podemos proporcionar; pero, en cambio, empezará a ser menos desgraciada la condición de pueblos enteros de argentinos, y no nos perseguirá la idea de la espantosa miseria a que hoy son condenados‖. Dando un paso importante hacia la reconstrucción de la unidad nacional desgarrada por la guerra, el gobierno de Juan Manuel de Rosas dictó en 1835 una ley de aduanas de signo acentuadamente proteccionista. La ley prohibía la importación de manufacturas de hierro y hojalata, aperos de caballo, ponchos, ceñidores, fajas de lana o algodón, jergones, productos de granja, ruedas de carruajes, velas de sebo y peines, y gravaba con fuertes derechos la introducción de coches, zapatos, cordones, ropas, monturas, frutas secas y bebidas alcohólicas. No se cobraba impuesto a la carne transportada en barcos de bandera argentina, y se impulsaba la talabartería nacional y d cultivo de tabaco. Los efectos se hicieron notar sin demora. Hasta la batalla de Caseros, que derribó a Rosas en 1852, navegaban por los ríos las goletas y los barcos construidos en los astilleros de Corrientes y Santa Fe, había en Buenos Aires más de cien fábricas prósperas y todos los viajeros coincidían en señalar la excelencia de los tejidos y zapatos elaborados en Córdoba y Tucumán, los cigarrillos y las artesanías de Salta, los vinos y aguardientes de Mendoza y San Juan. La ebanistería tucumana exportaba a Chile, Bolivia y Perú.
Diez años después de la aprobación de la ley, los buques de guerra de Inglaterra y Francia rompieron a cañonazos las cadenas extendidas a través del Paraná, para abrir la navegación de los ríos interiores argentinos que Rosal mantenía cerrados a cal y canto. A la invasión sucedió el bloqueo. Diez memoriales de los centros industriales de Yorkshire, Liverpool, Manchester, Leeds, Halifax y Bradford, suscritos por mil quinientos banqueros, comerciantes e industriales, habían urgido al gobierno inglés a tomar medidas contra las restricciones impuestas al comercio en el Plata. El bloqueo puso de manifiesto, pese a los progresos alumbrados por la ley de aduanas, las limitaciones de la industria nacional, que no estaba capacitada para satisfacer la demanda interna. En realidad, desde 1841 el proteccionismo venía languideciendo, en lugar de acentuarse; Rosas expresaba como nadie los intereses de los estancieros saladeristas de la provincia de Buenos Aires, y no existía, ni nació, una burguesía industrial capaz de impulsar el desarrollo de un capitalismo nacional auténtico y pujante: la gran estancia ocupaba el centro de la vida económica del país, y ninguna política industrial podía emprenderse con independencia y vigor sin abatir la omnipotencia del latifundio exportador. Rosas permaneció siempre, en el fondo, fiel a su clase. «El hombre más de a caballo de toda la provincia.~, guitarrero y bailarín, gran domador, que se orientaba en las noches de tormenta y sin estrellas masticando unas hebras de pasto pata identificar el rumbo, era un gran estanciero productor de carne seca y cueros, y los terratenientes lo habían convertido en su jefe. La leyenda negra que luego se urdió para difamarlo no puede ocultar el carácter nacional y popular de muchas de sus medidas de gobierno, pero la contradicción de clases explica la ausencia de una política industrial dinámica y sostenida, más allá de la cirugía aduanera, en el gobierno del caudillo de los ganaderos. Esa ausencia no puede atribuirse a la inestabilidad y las penurias implícitas en las guerras nacionales y el bloqueo extranjero, porque al fin y al cabo había sido en medio del torbellino de una revolución acosada como José Artigas había articulado, veinte años antes, sus normas industrialistas e integradoras con una reforma agraria en profundidad. Vivian Trías ha comparado, en un libro fecundo, el proteccionismo de Rosas con el ciclo de medidas que Artigas irradió desde la Banda oriental, entre 1813 y 1815, para conquistar la verdadera independencia del virreinato rioplatense. Rosas no prohibió a los mercaderes extranjeros ejercer el comercio en el mercado interno, ni devolvió al país las rentas de la aduana que Buenos Aires continuó usurpando, ni terminó con la dictadura del puerto único. En cambio, la nacionalización del comercio interior y la quiebra del monopolio portuario y aduanero de Buenos Aires habían sido capítulos fundamentales, como la cuestión agraria, de la política artiguista.
Artigas había querido la libre navegación de los nos interiores, pero Rosas nunca abrió a las provincias esta llave de acceso al comercio de ultramar. Rosas también permaneció fiel, en el fondo, a su provincia privilegiada. Pese a todas estas limitaciones, el nacionalismo y el populismo del «gaucho de ojos azules» continúan generando odio en las clases dominantes argentinas. Rosas sigue siendo «reo de lesa patria», de acuerdo con una ley de 1857 todavía vigente, y el país se niega todavía a abrir una sepultura nacional para sus huesos enterrados en Europa. Su imagen oficial es la imagen de un asesino.
Superada la herejía de Rosas, la oligarquía se reencontró con su destino. En 1858, el presidente de la comisión directiva de la exposición rural declaraba inaugurada la muestra con estas palabras: «Nosotros, en la infancia aún, contentémonos con la humilde idea de enviar a aquellos bazares europeos nuestros productos y materias primas, para que nos los devuelvan transformados por medio de los poderosos agentes de que disponen. Materias primas es lo que Europa pide, para cambiarlas en ricos artefactos54». El ilustre Domingo Faustino Sarmiento y otros escritores liberales vieron en la montonera campesina no más que el símbolo de la barbarie, d atraso y la ignorancia, el anacronismo de las campañas pastoriles frente a la civilización que la ciudad encarnaba: el poncho y el chiripá contra la levita; la lanza y el cuchillo contra la tropa de línea; el analfabetismo contra la escuela. En 1861, Sarmiento escribía a Mitre: ―No trate de economizar sangre de gauchos, es lo único que tienen de humano. Este es un abono que es preciso hacer útil al País‖. Tanto desprecio y tanto odio revelaban una negación de la propia patria, que tenía, claro está, también una expresión de política económica: ―No somos ni industriales ni navegantes -afirmaba Sarmiento-, y la Europa nos proveerá por largos siglos de sus artefactos en cambio de nuestras materias primas‖. El presidente Bartolomé Mitre llevó adelante, a partir de 1862, una guerra de exterminio contra las provincias y sus últimos caudillos. Sarmiento fue designado director de la guerra y las tropas marcharon al norte a matar gauchos, ―animales bípedos de tan perversa condición‖. En La Rioja, el Chacha Peñaloza, general de los llanos, que extendía su influencia sobre Mendoza y San Juan, era uno de los últimos reductos de la rebelión contra el puerto, y Buenos Aires considero que había llegado el momento de terminar con él. Le cortaron la cabeza y la clavaron, en exhibición, en el centro de la Plaza de Olta. El ferrocarril y los caminos culminaron la ruina de La Rioja, que había comenzado con la revolución de 1810: el librecambio había provocado la crisis de sus artesanías y había acentuado la crónica pobreza de la región. En el siglo xx, los campesinos riojanos huyen de sus aldeas en las montañas o en los llanos, y bajan hacia Buenos Aires a ofrecer sus brazos: sólo llegan, como los campesinos humildes de otras provincias, hasta las puertas de la ciudad. En los suburbios encuentran sitio junto a otros setecientos mil habitantes de las villas miserias y se las arreglan, mal que bien, con las migas que les arroja el banquete de la gran capital. ¿Nota usted cambios en los que se han ido y vuelven de visita? preguntaron los sociólogos a los ciento cincuenta sobrevivientes de una aldea riojana, hace pocos años. Con envidia advertían, los que se habían quedado, que Buenos Aires había mejorado d traje, los modales y la manera de hablar de los emigrados. Algunos los encontraban, incluso, «más blancos».
LA GUERRA DE LA TRIPLE ALIANZA CONTRA EL PARAGUAY ANIQUILÓ LA ÚNICA EXPERIENCIA EXITOSA DE DESARROLLO INDEPENDIENTE
El hombre viajaba a mi lado, silencioso. Su perfil, nariz afilada, altos pómulos, se recortaba contra la fuerte luz del mediodía. Íbamos rumbo a Asunción, desde la frontera del sur, en un ómnibus para veinte personas que contenía, no sé cómo, cincuenta. Al cabo de unas horas, hicimos un alto. Nos sentamos en un patio abierto, a la sombra de un árbol de hojas carnosas. A nuestros ojos, se abría el brillo enceguecedor de la vasta, despoblada, intacta tierra roja: de horizonte a horizonte, nada perturba la transparencia del aire en Paraguay. Fumamos.
Mi compañero, campesino de habla guaraní, enhebró algunas palabras tristes en castellano. «Los paraguayos somos pobres y pocos», me dijo. Me explicó que había bajado a Encarnación a buscar trabajo pero no había encontrado. Apenas si había podido reunir unos pesos para el pasaje de vuelta. Años atrás de muchacho, había tentado fortuna en Buenos Aires y en el sur de Brasil. Ahora venia la cosecha del algodón y muchos braceros paraguayos marchaban, como todos los años, rumbo a tierras argentinas. ―Pero yo ya tengo sesenta y tres años. Mi corazón ya no soporta las demasiadas gentes‖. Suman medio millón los paraguayos que han abandonado la patria, definitivamente, en los últimos veinte años. La miseria empuja al éxodo a los habites del país que era, hasta hace un siglo, el más avanzado de América del Sur. Paraguay tiene ahora una población que apenas duplica a la que por entonces tenía y es, con Bolivia, uno de los dos países sudamericanos más pobres y atrasados. Los paraguayos sufren la herencia de una guerra de exterminio que se incorporó a la historia de América Latina como su capítulo más infame. Se llamó la Guerra de la Triple Alianza. Brasil, Argentina y Uruguay tuvieron a su cargo el genocidio. No dejaron piedra sobre piedra ni habitantes varones entre los escombros. Aunque Inglaterra no participó directamente en la horrorosa hazaña, fueron sus mercaderes, sus banqueros y sus industriales quienes resultaron beneficiados con el crimen de Paraguay. La invasión fue financiada, de principio a fin, por el Banco de Londres, la Casa Baring Brothersy la banca Rothschild, en empréstitos con intereses leoninos que hipotecaron la suerte de los países vencedores.
Hasta su destrucción, Paraguay se erguía como una excepción en América Latina: la única nación que el capital extranjero no había deformado. El largo gobierno de mano de hierro del dictador Gaspar Rodríguez de Francia (1814-1840) había incubado, en la matriz del aislamiento, un desarrollo económico autónomo y sostenido. El Estado, omnipotente, paternalista, ocupaba d lugar de una burguesía nacional que no existía, en la tarea de organizar la nación y orientar sus recursos y su destino. Francia se había apoyado en las masas campesinas para aplastar la oligarquía paraguaya y había conquistado la paz interior tendiendo un estricto cordón sanitario frente a los restantes países del antiguo virreinato del no de la Plata. Las expropiaciones, los destierros, las prisiones, las persecuciones y las multas no habían servido de instrumentos para la consolidación del dominio interno de los terratenientes y los comerciantes sino que, por el contrario, habían sido utilizados para su destrucción. No existían, ni nacerían más tarde, las libertades políticas y el derecho de oposición, pero en aquella etapa histórica sólo los nostálgicos de los privilegios perdidos sufrían la falta de democracia. No había grandes fortunas privadas cuando Francia murió, y Paraguay era d único país de América Latina que no tenía mendigos, hambrientos ni ladrones55; los viajeros de la época encontraban allí un oasis de tranquilidad en medio de las demás comarcas convulsionadas por las guerras continuas. El agente norteamericano Hopkins informaba en 1845 a su gobierno que en Paraguay ―no hay niño que no sepa leer y escribir. ... Era también d único país que no vivía con la mirada clavada al otro lado del mar. El comercio exterior no constituía d eje de la vida nacional; la doctrina liberal, expresión ideológica de la articulación mundial de los mercados, carecía de respuestas para los desafíos que Paraguay, obligado a crecer hacia dentro por su aislamiento mediterráneo, se estaba planteando desde principios de siglo. El exterminio, de la oligarquía hizo posible la concentración de los resortes económicos fundamentales en manos del Estado, para llevar adelante esta política autárquica de desarrollo dentro de fronteras.
Los posteriores gobiernos de Carlos Antonio López y su hijo Francisco Solano continuaron y vitalizaron la tarea. La economía estaba en pleno crecimiento. Cuando los invasores aparecieron en el horizonte, en 1865, Paraguay contaba con una línea de telégrafos, un ferrocarril y una buena cantidad de fábricas de materiales de construcción, tejidos, lienzos, ponchos, papel y tinta, loza y pólvora.
Doscientos técnicos extranjeros, muy bien pagados por el Estado, prestaban su colaboración decisiva. Desde 1850, la fundición de Ibycui fabricaba cañones, morteros y balas de todos los calibres; en el arsenal de Asunción se producían cañones de bronce, obuses y balas. La siderurgia nacional, como todas las demás actividades económicas esenciales, estaba en manos del Estado. El país contaba con una flota mercante nacional, y habían sido construidos en el astillero de Asunción varios de los buques que ostentaban el pabellón paraguayo a lo largo del Paraná o a través del Atlántico y el Mediterráneo. El Estado virtualmente monopolizaba el comercio exterior: la yerba y el tabaco abastecían el consumo del sur del continente; las maderas valiosas se exportaban a Europa. La balanza comercial arrojaba un fuerte superávit. Paraguay tenía una moneda fuerte y estable, y disponía de suficiente riqueza para realizar enormes inversiones públicas sin recurrir al capital extranjero. El país no debía ni un centavo al exterior, pese a lo cual estaba en condiciones de mantener el mejor ejército de América del Sur, contratar técnicos ingleses que se ponían al servicio del país en lugar de poner al país a su servicio, y enviar a Europa a unos cuantos jóvenes universitarios paraguayos para perfeccionar sus estudios. El excedente económico generado por la producción agrícola no se derrochaba en el lujo estéril de una oligarquía inexistente, ni iba a parar a los bolsillos de los intermediarios, ni a las manos brujas de los prestamistas, ni al rubro ganancias que el Imperio británico nutría con los servicios de fletes y seguros. La esponja imperialista no absorbía la riqueza que el país producía.
El 98 por ciento del territorio paraguayo era de propiedad pública: el Estado cedía a los campesinos la explotación de las parcelas a cambio de la obligación de poblarlas y cultivadas en forma permanente y sin el derecho de venderlas. Había, además; sesenta y cuatro estancias de la patria, haciendas que el Estado administraba directamente. Las obras de riego, represas y canales, y los nuevos puentes y caminos contribuían en grado importante a la elevación de la productividad agrícola. Se rescató la tradición indígena de las dos cosechas anuales, que había sido abandonada por los conquistadores. El aliento vivo de las tradiciones jesuitas facilitaba, sin duda, todo este proceso creador.
El Estado paraguayo practicaba un celoso proteccionismo, muy reforzado en 1864, sobre la industria nacional y el mercado interno; los ríos interiores no estaban abiertos a las naves británicas que bombardeaban con manufacturas de Manchester y de Liverpool a todo el resto de América Latina. El comercio inglés no disimulaba su inquietud, no sólo porque resultaba invulnerable aquel último foco de resistencia nacional en el corazón del continente, sino también, y sobre todo, por la fuerza de ejemplo que la experiencia paraguaya irradiaba peligrosamente hacia los vecinos. El país más progresista de América Latina construiría su futuro sin inversiones extranjeras, sin empréstitos de la banca inglesa y sin las bendiciones del comercio libre. Pero a medida que Paraguay iba avanzando en este proceso, se hacía más aguda su necesidad de romper la reclusión. El desarrollo industrial requería contactos más intensos y directos con el mercado internacional y las fuentes de la técnica avanzada. Paraguay estaba objetivamente bloqueado entre Argentina y Brasil, y ambos países podían negar d oxígeno a sus pulmones cerrándole, como lo hicieron Rivadavia y Rosas, las bocas de los ríos, o fijando impuestos arbitrarios al tránsito de sus mercancías.
Para sus vecinos, por otra parte, era una imprescindible condición, a los fines de la consolidación del estado oligárquico, terminar con el escándalo de aquel país que se bastaba a sí mismo y no quería arrodillarse ante los mercaderes británicos. El ministro inglés en Buenos Aires, Edward Thornton, participó considerablemente en los preparativos de la guerra. En vísperas del estallido, tomaba parte, como asesor del gobierno, en las reuniones del gabinete argentino, sentándose aliado del presidente Bartolomé Mitre. Ante su atenta mirada se urdió la trama de provocaciones y de engaños que culminó con el acuerdo argentino-brasileño y selló la suerte de Paraguay. Venancio Flores invadió Uruguay, en ancas de la intervención de los dos grandes vecinos, y estableció en Montevideo, después de la matanza de Paysandú, su gobierno adicto a Río de Janeiro y Buenos Aires. La Triple Alianza estaba en funcionamiento. El presidente paraguayo Solano López había amenazado con la guerra si asaltaban Uruguay: sabía que así se estaba cerrando la tenaza de hierro en torno a la garganta de su país acorralado por la geografía y los enemigos. El historiador liberal Efraím Cardozo no tiene inconveniente en sostener, sin embargo, que López se plantó frente a Brasil simplemente porque estaba ofendido: el emperador le había negado la mano de una de sus hijas. La guerra había nacido. Pero era obra de Mercurio, no de Cupido. La prensa de Buenos Aires llamaba ―Atila de América‖ al presidente paraguayo López: ―Hay que matarlo como a un reptil‖, clamaban los editoriales. En septiembre de 1864, Thornton envió a Londres un extenso informe confidencial, fechado en Asunción. Describía a Paraguay como Dante al infierno, pero ponía el acento donde correspondía: «Los derechos de importación sobre casi todos los artículos son del 20 o 25 por ciento ad valorem; pero como este valor se calcula sobre el precio corriente de los artículos, el derecho que se paga alcanza frecuentemente del 40 al 45 por ciento del precio de factura. Los derechos de exportación son del 10 al 20 por ciento sobre el valor...» En abril de 1865, el Standard, diario inglés de Buenos Aires, celebraba ya la declaración de guerra de Argentina contra Paraguay, cuyo presidente «ha infringido todos los usos de las naciones civilizadas‖, y anunciaba que la espada del presidente argentino Mitre «llevará en su victoriosa carrera, además del peso de glorias pasadas, el impulso irresistible de la opinión pública en una causa justa». El tratado con Brasil y Uruguay se firmó el 10 de mayo de 1865; sus términos draconianos fueron dados a la publicidad un año más tarde, en el diario británico The Times, que lo obtuvo de los banqueros acreedores de Argentina y Brasil. Los futuros vencedores se repartían anticipadamente, en el tratado, los despojos del vencido: Argentina se aseguraba todo el territorio de Misiones y el inmenso Chaco; Brasil devoraba una extensión inmensa hacia el oeste de sus fronteras. A Uruguay, gobernado por un títere de ambas potencias, no le tocaba nada. Mitre anunció que tomaría Asunción en tres meses. Pero la guerra duró cinco años. Fue una carnicería, ejecutada todo a lo largo de los fortines que defendían, tramo a tramo, el río Paraguay. El «oprobioso tirano» Francisco Solano López encarnó heroicamente la voluntad nacional de sobrevivir; el pueblo paraguayo, que no sufría la guerra desde hacía medio siglo, se inmoló a su lado. Hombres, mujeres, niños y viejos: todos se batieron como leones. Los prisioneros heridos se arrancaban las vendas para que no los obligaran a pelear contra sus hermanos. En 1870, López, a la cabeza de un ejército de espectros, ancianos y niños que se ponían barbas postizas para impresionar desde lejos, se internó en la selva. Las tropas invasoras asaltaron los escombros de Asunción con el cuchillo entre los dientes; Cuando finalmente el presidente paraguayo fue asesinado a bala y a lanza en la espesura del cerro Corá, alcanzó a decir: «Muero con mi patria! », y era verdad. Paraguay moría con él. Antes, López había hecho fusilar a su hermano y a un obispo, que con él marchaban en aquella caravana de la muerte. Los invasores venían para redimir al pueblo paraguayo: lo exterminaron. Paraguay terna, al comienzo de la guerra, poco menos población que Argentina. Sólo doscientos cincuenta mil paraguayos, menos de la sexta parte, sobrevivían en 1870. Era el triunfo de la civilización. Los vencedores, arruinados por el altísimo costo del crimen, quedaban en manos de los banqueros ingleses que habían financiado la aventura. El imperio esclavista de Pedro II, cuyas tropas se nutrían de esclavos y presos, ganó, no obstante, territorios, más de sesenta mil kilómetros cuadrados, y también mano de obra, porque muchos prisioneros paraguayos marcharon a trabajar en los cafetales paulistas con la marca de hierro de la esclavitud.
La Argentina del presidente Mitre, que había aplastado a sus propios caudillos federales, se quedó con noventa y cuatro mil kilómetros cuadrados de tierra paraguaya y otros frutos del botín, según el propio Mitre había anunciado cuando escribió: ―Los prisioneros y demás artículos de guerra nos los dividiremos en la forma convenida‖. Uruguay, donde ya los herederos de Artigas habían sido muertos o derrotados y la oligarquía mandaba, participó de la guerra como socio menor y sin recompensas. Algunos de los soldados uruguayos enviados a la campaña del Paraguay habían subido a los buques con las manos atadas. Los tres países sufrieron una bancarrota financiera que agudizó su dependencia frente a Inglaterra. La matanza de Paraguay los signó para siempre.
Brasil había cumplido con la función que el Imperio británico le había adjudicado desde los tiempos en que los ingleses trasladaron el trono portugués a Río de Janeiro. A principios del siglo XIX, habían sido claras las instrucciones de Canning al embajador, Lord Strangford: ―Hacer del Brasil un emporio para las manufacturas británicas destinadas al consumo de toda la América del Sur‖. Poco antes de lanzarse a la guerra, el presidente de Argentina había inaugurado una nueva línea de ferrocarriles británicos en su país, y había pronunciado un inflamado discurso: ―¿ Cuál es la fuerza que impulsa este progreso? Señores: ¡es el capital inglés!‖. Del Paraguay derrotado no sólo desapareció la población: también las tarifas aduaneras, los hornos de fundición, los ríos clausurados al libre comercio, la independencia económica y vastas zonas de su territorio. Los vencedores implantaron, dentro de las fronteras reducidas por el despojo, el librecambio y el latifundio. Todo fue saqueado y todo fue vendido: las tierras y los bosques, las minas, los yerbales, los edificios de las escuelas. Sucesivos gobiernos títeres serían instalados, en Asunción, por las fuerzas extranjeras de ocupación. No bien terminó la guerra, sobre las ruinas todavía humeantes de Paraguay cayó el primer empréstito extranjero de su historia. Era británico, por supuesto. Su valor nominal alcanzaba el millón de libras esterlinas, pero a Paraguay llegó bastante menos de la mitad; en los años siguientes, las refinanciaciones elevaron la deuda a más de tres millones. La Guerra del Opio había terminado, en 1842, cuando se firmó en Nanking el tratado de libre comercio que aseguró a los comerciantes británicos el derecho de introducir libremente la droga en el territorio chino. También la libertad de comercio fue garantizada por Paraguay después de la derrota. Se abandonaron los cultivos de algodón, y Manchester arruinó la producción textil; la industria nacional no resucitó nunca.
El Partido Colorado, que hoy gobierna a Paraguay, especula alegremente con la memoria de los héroes, pero ostenta al pie de su acta de fundación la firma de veintidós traidores al mariscal Solano López, «legionarios» al servicio de las tropas brasileñas de ocupación. El dictador Alfredo Stroessner, que ha convertido al Paraguay en un gran campo de concentración desde hace quince años, hizo su especialización militar en Brasil, y los generales brasileños lo devolvieron a su país con altas calificaciones y encendidos elogios: «Es digno de gran futuro...» Durante su reinado, Stroessner desplazó a los intereses anglo argentinos dominantes en Paraguay durante las Última décadas, en beneficio de Brasil y sus dueños norteamericanos. Desde 1870, Brasil y Argentina, que liberaron a Paraguay para comérselo a dos bocas, se alternan en el usufructo de los despojos del país derrotado, pero sufren, a su vez, d imperialismo de logran potencia de turno. Paraguay padece, al mismo tiempo, el imperialismo y el subimperialismo. Antes el Imperio británico constituía d eslabón mayor de la cadena de las dependencias sucesivas. Actualmente, los Estados Unidos, que no ignoran la importancia geopolítica de este país enclavado en d centro de América del Sur, mantienen en suelo paraguayo asesores innumerables que adiestran y orientan a las fuerzas armadas, cocinan los planes económicos, reestructuran la universidad a su antojo, inventan un nuevo esquema político democrático para d país y retribuyen con préstamos onerosos los buenos servicios del régimen.
Pero Paraguay es también colonia de colonias. Utilizando la reforma agraria como pretexto, el gobierno de Stroessner derogó, haciéndose e l distraído, la disposición legal que prohibía la venta a extranjeros de tierras en zonas de frontera seca, y hoy hasta los territorios fiscales han caído en manos de los latifundistas brasileños del café. La onda invasora atraviesa el no Paraná con la complicidad del presidente, asociado a los terratenientes que hablan portugués. Llegué a la movediza frontera del nordeste de Paraguay con billetes que tenían estampado el rostro del vencido mariscal Solano López, pero allí encontré que sólo tienen valor los que lucen la efigie del victorioso emperador Pedro II. El resultado de la Guerra de la Triple Alianza cobra, transcurrido un siglo, ardiente actualidad. Los guardas brasileños exigen pasaporte a los ciudadanos paraguayos para circular por su propio país; son brasileñas las banderas y las iglesias. La piratería de tierra abarca también los saltos del Guayrá, la mayor fuente potencial de energía en toda América Latina, que hoy se llaman, en portugués, Sete Quedas, y la zona del Itaipú, donde Brasil construirá la mayor central hidroeléctrica del mundo. El subimperialismo o imperialismo de segundo grado, se expresa de mil maneras. Cuando el presidente Johnson decidió sumergir en sangre a los dominicanos, en 1965, Stroessner envió soldados paraguayos a Santo Domingo, para que colaboraran en la faena. El batallón se llamó, broma siniestra, «Mariscal Solano López». Los paraguayos actuaron a las órdenes de un general brasileño, porque fue Brasil quien recibió los honores de la traición: el general Panasco Alvim encabezó las tropas latinoamericanas cómplices en la matanza. De la misma manera, podrían citarse otros ejemplos. Paraguay otorgó a Brasil una concesión petrolera en su territorio, pero el negocio de la distribución de combustibles y la petroquímica están, en Brasil, en manos norteamericanas. La Misión Cultural Brasileña es dueña de la Facultad de Filosofía y Pedagogía de la universidad paraguaya, pero los norteamericanos manejan ahora a las universidades de Brasil. El estado mayor del ejército paraguayo no sólo recibe la asesoría de los técnicos del Pentágono, sino también de generales brasileños que a su vez responden al Pentágono como el eco a la voz. Por la vía abierta del contrabando, los productos industriales de Brasil invaden el mercado paraguayo, pero muchas de las fábricas que los producen en Sao Paulo son, desde la avalancha desnacionalizadora de estos últimos años, propiedad de las corporaciones multinacionales. Stroessner se considera heredero de los López. El Paraguay de hace un siglo ¿puede ser impunemente cotejado con el Paraguay de ahora, emporio del contrabando en la cuenca del Plata y reino de la corrupción institucionalizada? En un acto político donde el partido de gobierno reivindicaba a la vez, entre vítores y aplausos, a uno y otro Paraguay, un muchachito vendía, bandeja al pecho, cigarrillos de contrabando: la fervorosa concurrencia pitaba nerviosamente Kent, Marlboro, Camel y Benson & Hedges. En Asunción, la escasa clase media bebe whisky Ballantine's en vez de tomar caña paraguaya. Uno descubre los últimos modelos de los más lujosos automóviles fabricados en Estados Unidos o Europa, traídos al país de contrabando o previo pago de menguados impuestos, al mismo tiempo que se ven, por las calles, carros tirados por bueyes que acarrean lentamente los frutos al mercado: la tierra se trabaja con arados de madera y los taxímetros son Impalas. Stroessner dice que el contrabando es «el precio de la paz»: los generales se llenan los bolsillos y no conspiran. La industria, por supuesto, agoniza antes de crecer. El Estado ni siquiera cumple con el decreto que manda preferir los productos de las fábricas nacionales en las adquisiciones públicas. Los únicos triunfos que el gobierno exhibe, orgulloso, en la materia, son las plantas de Coca Cola, Crush y Pepsi Cola, instaladas desde fines de 1966 como contribución norteamericana al progreso del pueblo paraguayo. El Estado manifiesta que sólo intervendrá directamente en la creación de empresas «cuando el sector privado no demuestre interés, y el Banco Central comunica al Fondo Monetario Internacional que «ha decidido implantar un régimen de mercado libre de cambios y abolir las restricciones al comercio y a las transacciones en divisas»; un folleto editado por el Ministerio de Industria y Comercio advierte a los inversores que el país otorga ―concesiones especiales para el capital extranjero‖ Se exime a las empresas extranjeras del pago de impuestos y de derechos aduaneros, «para crear un clima propicio para las inversiones». Un año después de instalarse en Asunción, el National City Bank de Nueva York recupera íntegramente el capital invertido. La banca extranjera, dueña del ahorro interno, proporciona a Paraguay créditos externos que acentúan su deformación económica e hipotecan aún más su soberanía.
En el campo, el uno y medio por ciento de los propietarios dispone del noventa por ciento de las tierras explotadas, y se cultiva menos del dos por ciento de la superficie total del país. El plan oficial de colonización en el triángulo de Caaguazú ofrece a los campesinos hambrientos más tumbas que prosperidades. La Triple Alianza sigue siendo todo un éxito. Los hornos de la fundición de Ibycuí, donde se forjaron los cañones que defendieron a la patria invadida, se erguían en un paraje que ahora se llama «Mina-cué» -que en guaraní significa ―Fue mina‖. Allí, entre pantanos y mosquitos, junto a los restos de un muro derruido, yace todavía la base de la chimenea que los invasores volaron, hace un siglo, con dinamita, y pueden verse los pedazos de hierro podrido de las instalaciones deshechas. Viven, en la zona, unos pocos campesinos en harapos, que ni siquiera saben cuál fue la guerra que destruyó todo eso. Sin embargo, ellos dicen que en ciertas noches se escuchan, allí, voces de máquinas y truenos de martillos, estampidos de cañones y alaridos de soldados.
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